III. Los cauces de la participación ciudadana
I
En las sociedades democráticas, pues, la participación ciudadana es la pareja indispensable de la representación política. Ambas se necesitan mutuamente para darle significado a la democracia. No obstante, la primera es mucho más flexible que la segunda y es también menos conocida, aunque su nombre se pronuncie con más frecuencia. En este capítulo revisaremos algunas de las razones que explican esa paradoja aparente: la participación como un método que le da vida a la democracia, pero que al mismo tiempo suele complicar su existencia. ¿Por qué? En principio, porque una vez separada de la representación a la que debe su origen, la participación se vuelve irremediablemente un camino de doble sentido: de un lado, sirve para formar a los órganos de gobierno pero, de otro, es utilizada para influir en ellos, para controlarlos y, en no pocas ocasiones, para detenerlos. En otras palabras: la participación es indispensable para integrar la representación de las sociedades democráticas a través de los votos, pero una vez constituidos los órganos de gobierno, la participación se convierte en el medio privilegiado de la llamada sociedad civil para hacerse presente en la toma de decisiones políticas.
Antes vimos que no sólo se participa a través de las elecciones. Ahora hay que agregar que sin esa forma de participación todas las demás serían engañosas: si la condición básica de la vida democrática es que el poder dimane del pueblo, la única forma cierta de asegurar que esa condición se cumpla reside en el derecho al sufragio. Es una condición de principio que, al mismo tiempo, sirve para reconocer que los ciudadanos han adquirido el derecho de participar en las decisiones fundamentales de la nación a la que pertenecen. Ser ciudadano, en efecto, significa en general poseer una serie de derechos y también una serie de obligaciones sociales. Pero ser ciudadano en una sociedad democrática significa, además, haber ganado la prerrogativa de participar en la selección de los gobernantes y de influir en sus decisiones. De aquí parten todos los demás criterios que sirven para identificar la verdadera participación ciudadana. Sin duda, hay otras formas de participación en las sociedades no democráticas. que incluso pueden ser más complejas y más apasionantes. No obstante, las que interesan a estas lineas son las que pueden tener lugar en la democracia. Es decir, "aquellas actividades legales emprendidas por ciudadanos que están directamente encaminadas a influir en la selección de los gobernantes y/o en las acciones tomadas por ellos".7
Quienes aportan esta definición sugieren, también, que en general pueden ser reconocidas cuatro formas de participación política de los ciudadanos: 8 desde luego, la que supone el ejercicio del voto; en segundo lugar, las actividades que realizan los ciudadanos en las campañas políticas emprendidas por los partidos o en favor de algún candidato en particular; una tercera forma de participar reside en la práctica de actividades comunitarias o de acciones colectivas dirigidas a alcanzar un fin específico; y finalmente, las que se derivan de algún conflicto en particular.9 ¿En dónde está la diferencia de fondo entre esas cuatro formas de participación ciudadana? Está en la doble dirección que ya anotábamos antes: no es lo mismo participar para hacerse presente en la integración de los órganos de gobierno que hacerlo para influir en las decisiones tomadas por éstos, para tratar de orientar el sentido de sus acciones. Aunque la participación ciudadana en general siempre "se refiere a la intervención de los particulares en actividades públicas, en tanto que portadores de determinados intereses sociales", 10 nunca será lo mismo votar que dirigir una organización para la defensa de los derechos humanos, o asistir a las asambleas convocadas por un gobierno local que aceptar una candidatura por alguno de los partidos políticos. Pero en todos los casos, a pesar de las obvias diferencias de grado que saltan a la vista, el rasgo común es el ejercicio de una previa condición ciudadana asentada claramente en el Estado de derecho. Sin ese rasgo, la participación ciudadana deja de serlo para convertirse en una forma de rebeldía "desde abajo", o de movilización "desde arriba".
La participación ciudadana supone, en cambio, la combinación entre un ambiente político democrático y una voluntad individual de participar. De los matices entre esos dos elementos se derivan las múltiples formas y hasta la profundidad que puede adoptar la participación misma. Pero es preciso distinguirla de otras formas de acción política colectiva: quienes se rebelan abiertamente en contra de una forma de poder gubernamental no están haciendo uso de sus derechos reconocidos, sino luchando por alguna causa especifica, contraria al estado de cosas en curso. Las revoluciones no son un ejemplo de participación ciudadana, sino de transformación de las leyes, de las instituciones y de las organizaciones que le dan forma a un Estado. Pero tampoco lo son las movilizaciones ajenas a la voluntad de los individuos: las marchas que solían organizar los gobiernos dictatoriales, por ejemplo, aun en contra de la voluntad de 105 trabajadores que solían asistir a ellas, tampoco constituían ninguna muestra de participación ciudadana. Si en las rebeliones de cualquier tipo -pacíficas o violentas, multitudinarias o no - el sello básico es la inconformidad con el orden legal establecido y el deseo de cambiarlo, en las movilizaciones lo que falta es la voluntad libre de los individuos para aceptar o rechazar lo que se les pide: en ellas no hay un deseo individual, sino una forma específica de coerción. la participación ciudadana, en cambio, exige al mismo tiempo la aceptación previa de las reglas del juego democrático y la voluntad libre de los individuos que deciden participar: el Estado de derecho y la libertad de los individuos.
Así pues, aunque con mucha frecuencia se les confunda como formas de participación, conviene tener claro que ni la rebelión ni la movilización cumplen esos dos requisitos.
II
El difícil equilibrio entre el régimen político en el que se desenvuelve la participación de los ciudadanos y las innumerables razones que empujan a las personas a tomar parte de una acción colectiva ofrecen razones suficientes, sin embargo, para reconocer la complejidad del entramado que esos dos elementos suelen producir. En principio, "tomar parte en cualquier acción política requiere, generalmente, dos decisiones individuales: uno debe decidirse a actuar o a no hacerlo; y debe decidir, también, la dirección de sus actos. (Pero además) la decisión de actuar de un modo particular se acompaña de una tercera decisión acerca de la intensidad, la duración y/o los alcances de la acción".11 Ninguna de esas decisiones, sin embargo, viene sola: de acuerdo con todas las evidencias disponibles, en ellas influye el entorno familiar, los grupos cercanos al individuo y, naturalmente, las motivaciones que se producen en el sistema político en su conjunto. De ahí la compleja relación entre las razones individuales y el medio polítiCo, y los muy variados cauces que puede cobrar la participación ciudadana.
Lester W. Milbrath, un autor norteamericano de los años sesenta, proponía una larga serie de dicotomías para tratar de distinguir algunas de las formas que podía adoptar esa participación, a partir de una revisión general de los estudios empíricos que se habían formulado hasta entonces. Milbrath decía que la participación podía ser abierta, sin ningún tipo de restricción por parte de quienes se decidían a participar, o cubierta, en caso de que alguien decidiera participar apoyando a alguna otra persona. Decía que la participación podía ser autónoma, a partir de la voluntad estrictamente individual de las personas, animadas acaso por las necesidades de su entorno inmediato, o por invitación de algún tipo de empresario político encargado de sumar voluntades en favor de algún propósito en particular. Podía ser episódica o continua, y también grata o ingrata, de acuerdo con los tiempos que cada quien decidiera entregar a la acción colectiva y con el tipo de recompensas individuales que recibiera como consecuencia de sus aportaciones al grupo de intereses comunes. la participación podía ser simbólica o instrumental, tomando en cuenta las distintas formas de aportación individual a las tareas de la organización, o verbal y no verbal. la participación ciudadana podía, en fin, producir insumos al sistema político en su conjunto, o simplemente reaccionar frente a los productos de ese sistema. Y podía ser estrictamente individual, en tanto que alguien decidiera hacer alguna aportación por una única vez a cierta causa común e incluso con carácter anónimo, o social, en cuanto que el participante optara por reunirse con otros para planear conjuntamente los pasos siguientes. Todas ellas son formas ciertas de participación ciudadana hasta nuestros días, y todas cumplen aquel doble requisito de intentar influir en las decisiones políticas a partir de una decisión personal, pero también de respetar las reglas básicas que supone el Estado de derecho. Ninguna de esas formas pretende cambiarlo todo, ni atenerse sin más a las órdenes dadas por los poderosos. Pero todas ellas muestran la enorme variedad de posibilidades que arroja la sola idea de la participación: tantas como los individuos que forman una nación.
Sin embargo, no todas esas posibilidades se manifiestan al mismo tiempo. Como vimos en la introducción a estas notas, en la práctica es imposible que todos los ciudadanos participen en todos los asuntos de manera simultánea. Tan imposible como evitar al menos alguna forma de participación, en el entendido de que aun la abstención total de los asuntos políticos es también una forma específica de participar. En las sociedades modernas no existen ni los ciudadanos totales ni los anacoretas definitivos, de modo que la participación se resuelve en la enorme gama de opciones intermedias entre ambos extremos.
III
Sidney Verba - a quien ya citamos antes - y Gabriel Almond trataron de ofrecer, en los años sesenta, una tipología para distinguir las diferentes graduaciones de lo que ellos llamaron la cultura cívica;es decir, la voluntad explícita de los individuos para participar en los asuntos públicos. O, en otras palabras, la idea de "concebirse como protagonista del devenir político, como miembro de una sociedad con capacidad para hacerse oír, organizarse y demandar bienes y servicios del gobierno, así como para negociar condiciones de vida y de trabajo; en suma, para incidir sobre las decisiones políticas y vigilar su proyección". 12 Apoyados por un considerable número de investigaciones directas sobre sociedades distintas, Almond y Verba propusieron que había tres tipos puros de cultura cívica: la cultura parroquial, la subordinada y la abiertamente participativa. De acuerdo con esa clasificación, sólo los miembros de la última categoría se sentirían llamados a una verdadera participación ciudadana y sólo ellos le darían estabilidad a las democracias. 13 Milbrath, en cambio, sugiere que todos los ciudadanos tienen una forma específica de participación - aunque no lo sepan - y sugiere, en consecuencia, una clasificación diferente: los apáticos, los espectadores y los gladiadores:
la división propuesta - nos dice - es una reminiscencia de los roles jugados en el circo romano. Un pequeño grupo de gladiadores se baten fieramente para satisfacer a los espectadores que los observan y quienes tienen el derecho de decidir la batalla. Esos espectadores, desde las tribunas, transmiten mensajes, advertencias y ánimo a los gladiadores y, en un momento dado, votan para decidir quién ha ganado una batalla específica. Los apáticos no tienen inconveniente en venir al estadio para ver el espectáculo, pero prefieren abstenerse. Tomando en cuenta la clave de esos roles jugados en las confrontaciones de gladiadores, se pueden extrapolar los tres roles de la participación política actual, que serán llamados: apáticos, espectadores y gladiadores. 14
El símil no sólo es gracioso sino preciso: en efecto, la enorme variedad de posibilidades que ofrece la participación ciudadana en las democracias actuales no significa que todos estén dispuestos a jugar el mismo papel. Ni tampoco que todas las personas opten por participar con la misma intensidad, en la misma dirección y en el mismo momento. Por el contrario, solamente una minoría representativa se encuentra realmente disponible para hacer las veces de los gladiadores, mientras que la gran mayoría de los ciudadanos se concreta al papel del espectador. Pero además, la metáfora empleada por Milbrath permite relacionar los diferentes roles que eligen los ciudadanos para tomar parte en la democracia. Ciertamente, los gladiadores juegan el papel principal, pero su actuación carecería de todo sentido si no fuera por los espectadores. Ellos encarnan el juego entre representación y participación que se resuelve en los votos: sin espectadores, los gladiadoressencillamente dejarían de existir en la democracia o, incluso, les ocurriría algo peor: se convertirían en un espectáculo absurdo. ¿Y los apáticos? Siguiendo la misma metáfora, los apáticos hacen posible, gracias a su apatía, que el estadio no se desborde y que cada quien desarrolle su propio papel. Si todos los apáticos decidieran saltar repentinamente a las tribunas, y desde ellas empujar a todos a la condición de gladiadores, el juego se resolvería en una tragedia. En otras palabras: la participación ciudadana es indispensable para la democracia, pero una sobrecarga de expectativas o de demandas individuales ajenas a los conductos normales, paradójicamente, podría destruirla.
En términos generales, sin embargo, el funcionamiento propio de las democracias hace posible una suerte de distribución natural de papeles. No es fácil que el entorno político genere suficientes estímulos para convocar la participación de todos los ciudadanos como espectadores activos, ni mucho menos que todos asuman liderazgos individuales al mismo tiempo. Entre los estímulos que produce el ambiente político y la predisposición de los individuos a participar hay una amplia zona de grises. Puede haber, incluso, una gran cantidad de estímulos externos y una gran predisposición de los individuos para participar, pero esas dos condiciones pueden estar llevadas por razones distintas. De modo que un desencuentro entre ambos procesos puede, por el contrario, disminuir las cuotas de participación, aunque el régimen la propicie y las gentes quieran participar. Un gobierno, por ejemplo, puede insistir en la participación colectiva para subsanar ciertos problemas de producción de servicios a través de todos los medios posibles, mientras que los individuos pueden aspirar a participar en la selección de ciertas autoridades locales: las diferencias entre ambos motivos pueden ser tan amplias que el resultado final sea el rechazo a la participación para cualquiera de ambos propósitos. En las democracias actuales abundan los ejemplos que ilustran esa clase de desencuentros.
Milbrath sugiere, además, que cada uno de los ciudadanos que desempeña alguno de esos roles es identificable a través de ciertas manifestaciones externas: mientras que a los apáticos se les reconoce precisamente por su renuncia a intervenir en cualquier asunto político, a los espectadores se les identifica por su apertura a los estímulos políticos que les presenta el entorno, por su voluntad de participar en las elecciones, por iniciar alguna discusión sobre temas políticos, por intentar influir en el sentido del voto de otra persona o, incluso, por llevar insignias que lo señalan como miembro de algún grupo en particular. Los gladiadores, por su parte, suelen contribuir con su tiempo a una campaña política; participar en algún comité electoral o en la definición de estrategias para el grupo al que pertenecen; solicitar fondos, aceptar candidaturas o, en definitiva, ocupar posiciones de liderazgo en los partidos políticos, en los parlamentos o en el gobierno. Pero todavía sugiere una categoría más: la de los espectadores en trance de convertirse en protagonistas de la política. ¿Cómo. reconocerlos? Eventualmente, por sus contactos frecuentes con algún dirigente de la vida política activa; por sus contribuciones monetarias a la causa que tiene sus simpatías; o por participar abiertamente en reuniones con propósitos políticos definidos. No es frecuente, sin embargo, que los espectadores se conviertan eñ dirigentes. la pirámide de la política, que se estrecha demasiado en la cúspide, normalmente no lo permite. Por el contrario, es mucho más fácil encontrar gladiadores que han dejado de serlo o que sólo lo fueron episódicamente. Y en todo caso - aunque no lo parezca - no abundan los profesionales de la política.
Es verdad que mientras más estímulos políticos reciba una persona de su entorno inmediato, más inclinaciones tendrá a participar en asuntos colectivos y más profunda será su participación. Pero esto no significa que esos estímulos producirán una especie de reacción automática de los individuos: para que se produzca la participación, es imprescindible que haya una relación entre ellos y las necesidades, las aspiraciones o las expectativas individuales. Y al mismo tiempo, aunque esa relación opere con claridad, un exceso de estímulos puede llegar a saturar los deseos de participación ciudadana: muchos mensajes producidos simultáneamente por los medios de comunicación masiva, por la literatura, por ciertas campañas políticas, por múltiples encuentros colectivos, mítines, conferencias o conversaciones interminables y repetidas sobre los mismos temas, las mismas personas, los mismos problemas, suelen causar un efecto contrario a la voluntad de participar. Casi todos los autores subrayan la relevancia de este punto: estimular la participación de la gente no significa saturaría de mensajes y discusiones, sino hacer coincidir sus intereses individuales con un ambiente propicio a la participación pública. Y es en este sentido que las campañas políticas sintetizan el momento más claro de participación ciudadana, en tanto que el abanico de candidatos y de propuestas partidistas suele coincidir con el deseo de al menos una buena porción de los ciudadanos, dispuesta a expresar sus preferencias mediante el voto.
IV
Pero ya hemos dicho que las elecciones no agotan la participación ciudadana. En los regímenes de mayor estabilidad democrática no sólo hay cauces continuos que aseguran al menos la opinión de los ciudadanos sobre las decisiones tomadas por el gobierno, sino múltiples mecanismos institucionales para evitar que los representantes electos caigan en la tentación de obedecer exclusivamente los mandatos imperativos de sus partidos. Son modalidades de participación directa en la toma de decisiones políticas que hacen posible una suerte de consulta constante a la población, más allá de los procesos electorales. Los mecanismos más conocidos son el referéndum, cuando se trata de preguntar sobre ciertas decisiones que podrían modificar la dinámica del gobierno, o las relaciones del régimen con la sociedad; y el plebiscito, que propone a la sociedad la elección entre dos posibles alternativas. Ninguno de esos instru mentos supone una elección de representantes, sino de decisiones. Pero ambos funcionan con la misma amplitud que 105 procesos electorales, en tanto que pretenden abarcar a todas las personas que se verán afectadas por la alternativa en cuestión. Lainiciativa popular y el derecho de petición, por su parte, abren la posibilidad de que los ciudadanos organizados participen directamente en el proceso legislativo y en la forma de actuación de los poderes ejecutivos. Ambas formas constituyen, también, una especie de seguro en contra de la tendencia a la exclusión partidista y parten, en consecuencia, de un supuesto básico: silos representantes políticos no desempeñan su labor con suficiente amplitud, los ciudadanos pueden participar en las tareas legislativas de manera directa.
El mismo principio explica el llamado derecho de revocación del mandato o de reclamación, que asegura la posibilidad de interrumpir el mandato otorgado aun determinado representante político, aunque haya ganado su puesto en elecciones legítimas, o bien modificar el curso de una decisión previamente tomada por el gobierno. Finalmente, hay que agregar los procedimientos de audiencia pública, el derecho a la información, la consulta popular y la organización de cabildos abiertos -para el caso del gobierno municipal-, como métodos instaurados en ciertos regímenes para mantener los conductos de comunicación entre gobierno y sociedad, permanentemente abiertos. Sobra decir que ninguno de esos procedimientos garantiza, per se, que la sociedad participará en los asuntos públicos ni que lo hará siempre de la misma manera. Ya no es necesario insistir en que la clave de la participación no reside en los mecanismos institucionales que la hacen propicia, sino en el encuentro entre un ambiente político que empuje a tomar parte en acciones comunes y una serie de voluntades individuales. Pero conviene repetir que esa combinación es impredecible: tan amplia como los problemas, las necesidades, las aspiraciones y las expectativas de quienes le dan vida a la democracia.
V
¿Pero cuáles son las dosis de participación ciudadana que, a través de cualesquiera de sus cauces posibles, permiten a la postre la consolidación de la democracia? Imposible responder a esta pregunta con una fórmula única. Cada sociedad es distinta. Antes cité a Fernando Savater para decir que la política no es sino el conjunto de razones que tienen los seres humanos para obedecer o para rebelarse. Y ahora debo agregar que esas razones nunca se dan de manera lineal: los ciudadanos casi siempre cumplimos ambos roles de manera alternativa, tanto como los gobiernos están obligados a buscar un cierto equilibrio entre el cumplimiento de las demandas formuladas por la sociedad y la necesidad de ejercer el poder. Equilibrios difíciles, que sin embargo han de resolverse mediante cauces democráticos; es decir, a través de la solución legítima y civilizada del interminable conflicto social que supone la convivencia entre seres humanos. No hay recetas. Sin embargo, conviene reproducir aquí los resultados de las investigaciones empíricas reunidas por Milbrath, para ofrecer algunas conclusiones que vale la pena tener en cuenta, pues el paso del tiempo las ha confirmado:
1) La mayor parte de los ciudadanos de cualquier sociedad política no responde a la clásica prescripción democrática, según la cual deben estar internados, informados y activos en cuestiones públicas. 2) A pesar de ello, los gobiernos y las sociedades democráticas suelen mantener su funcionamiento adecuadamente e, incluso, consolidar esa forma de gobierno. 3) Es un hecho, en consecuencia, que no se necesita una muy alta participación para el éxito de la democracia. 4) No obstante, para asegurar la responsabilidad de los funcionarios públicos, es esencial que un alto porcentaje de ciudadanos participe, al menos, en los procesos electorales. 5) Mantener abiertos los canales de comunicación en la sociedad, por otra parte, ayuda también a asegurar la responsabilidad de los funcionarios en relación con las demandas públicas. 6) Sin embargo, niveles moderados de participación suelen ser útiles para mantener un cierto equilibrio entre los roles ciudadanos de participación activa y demandante y de obediencia a las reglas democráticas de convivencia. 7) Los niveles moderados de participación ayudan, también, a equilibrar el funcionamiento de los sistemas políticos que deben ser, a la vez, responsables y suficientemente poderosos para actuar. 8) Además, los niveles moderados de participación permiten mantener el equilibrio entre el consenso y el rompimiento en una sociedad. 9) Por el contrario, los niveles de participación muy elevados pueden actuar en detrimento de la democracia si tienden a politizar un alto porcentaje de las relaciones sociales. 10) Las democracias constitucionales parecen más preparadas para florecer si sólo una parte de las relaciones sociales es gobernada por consideraciones políticas. 11) En cambio, los niveles moderados o bajos de participación llevan a una mayor responsabilidad de las élites políticas en favor del funcionamiento exitoso de la democracia. 12) De ahí que las élites deban adherirse a las normas democráticas y a sus reglas del juego, y tener además una actitud leal hacia sus oponentes. 13) Con todo, una sociedad con amplios niveles de apatía puede ser fácilmente dominada por una élite poco escrupulosa, de modo que sólo una continua vigilancia de por lo menos algunos ciudadanos puede prevenir de los riesgos de la tiranía. 14) En cualquier caso, el reclutamiento y el entrenamiento de las élites es una función especialmente importante. 15) Para ayudar a asegurar el control final del sistema político por la sociedad, en fin, es esencial mantener abiertos los conductos de comunicación, forzar a las élites a mantenerse en contacto con la población y facilitar a los ciudadanos, por todos los medios posibles, volverse activos sí así lo deciden. Y en este sentido, también es esencial la preparación moral de los ciudadanos - la cultura política - para sostener la posibilidad misma de participar en los momentos decisivos.15
La mejor participación ciudadana en la democracia, en suma, no es la que se manifiesta siempre y en todas partes, sino la que se mantiene alerta; la que se propicia cuando es necesario impedir las desviaciones de quienes tienen la responsabilidad del gobierno, o encauzar demandas justas que no son atendidas con la debida profundidad. No es necesario ser gladiadores de la política para hacer que la democracia funcione. Pero sí es preciso que los espectadores no pierdan de vista el espectáculo. En ellos reside la clave de bóveda de la participación democrática.
I
En las sociedades democráticas, pues, la participación ciudadana es la pareja indispensable de la representación política. Ambas se necesitan mutuamente para darle significado a la democracia. No obstante, la primera es mucho más flexible que la segunda y es también menos conocida, aunque su nombre se pronuncie con más frecuencia. En este capítulo revisaremos algunas de las razones que explican esa paradoja aparente: la participación como un método que le da vida a la democracia, pero que al mismo tiempo suele complicar su existencia. ¿Por qué? En principio, porque una vez separada de la representación a la que debe su origen, la participación se vuelve irremediablemente un camino de doble sentido: de un lado, sirve para formar a los órganos de gobierno pero, de otro, es utilizada para influir en ellos, para controlarlos y, en no pocas ocasiones, para detenerlos. En otras palabras: la participación es indispensable para integrar la representación de las sociedades democráticas a través de los votos, pero una vez constituidos los órganos de gobierno, la participación se convierte en el medio privilegiado de la llamada sociedad civil para hacerse presente en la toma de decisiones políticas.
Antes vimos que no sólo se participa a través de las elecciones. Ahora hay que agregar que sin esa forma de participación todas las demás serían engañosas: si la condición básica de la vida democrática es que el poder dimane del pueblo, la única forma cierta de asegurar que esa condición se cumpla reside en el derecho al sufragio. Es una condición de principio que, al mismo tiempo, sirve para reconocer que los ciudadanos han adquirido el derecho de participar en las decisiones fundamentales de la nación a la que pertenecen. Ser ciudadano, en efecto, significa en general poseer una serie de derechos y también una serie de obligaciones sociales. Pero ser ciudadano en una sociedad democrática significa, además, haber ganado la prerrogativa de participar en la selección de los gobernantes y de influir en sus decisiones. De aquí parten todos los demás criterios que sirven para identificar la verdadera participación ciudadana. Sin duda, hay otras formas de participación en las sociedades no democráticas. que incluso pueden ser más complejas y más apasionantes. No obstante, las que interesan a estas lineas son las que pueden tener lugar en la democracia. Es decir, "aquellas actividades legales emprendidas por ciudadanos que están directamente encaminadas a influir en la selección de los gobernantes y/o en las acciones tomadas por ellos".7
Quienes aportan esta definición sugieren, también, que en general pueden ser reconocidas cuatro formas de participación política de los ciudadanos: 8 desde luego, la que supone el ejercicio del voto; en segundo lugar, las actividades que realizan los ciudadanos en las campañas políticas emprendidas por los partidos o en favor de algún candidato en particular; una tercera forma de participar reside en la práctica de actividades comunitarias o de acciones colectivas dirigidas a alcanzar un fin específico; y finalmente, las que se derivan de algún conflicto en particular.9 ¿En dónde está la diferencia de fondo entre esas cuatro formas de participación ciudadana? Está en la doble dirección que ya anotábamos antes: no es lo mismo participar para hacerse presente en la integración de los órganos de gobierno que hacerlo para influir en las decisiones tomadas por éstos, para tratar de orientar el sentido de sus acciones. Aunque la participación ciudadana en general siempre "se refiere a la intervención de los particulares en actividades públicas, en tanto que portadores de determinados intereses sociales", 10 nunca será lo mismo votar que dirigir una organización para la defensa de los derechos humanos, o asistir a las asambleas convocadas por un gobierno local que aceptar una candidatura por alguno de los partidos políticos. Pero en todos los casos, a pesar de las obvias diferencias de grado que saltan a la vista, el rasgo común es el ejercicio de una previa condición ciudadana asentada claramente en el Estado de derecho. Sin ese rasgo, la participación ciudadana deja de serlo para convertirse en una forma de rebeldía "desde abajo", o de movilización "desde arriba".
La participación ciudadana supone, en cambio, la combinación entre un ambiente político democrático y una voluntad individual de participar. De los matices entre esos dos elementos se derivan las múltiples formas y hasta la profundidad que puede adoptar la participación misma. Pero es preciso distinguirla de otras formas de acción política colectiva: quienes se rebelan abiertamente en contra de una forma de poder gubernamental no están haciendo uso de sus derechos reconocidos, sino luchando por alguna causa especifica, contraria al estado de cosas en curso. Las revoluciones no son un ejemplo de participación ciudadana, sino de transformación de las leyes, de las instituciones y de las organizaciones que le dan forma a un Estado. Pero tampoco lo son las movilizaciones ajenas a la voluntad de los individuos: las marchas que solían organizar los gobiernos dictatoriales, por ejemplo, aun en contra de la voluntad de 105 trabajadores que solían asistir a ellas, tampoco constituían ninguna muestra de participación ciudadana. Si en las rebeliones de cualquier tipo -pacíficas o violentas, multitudinarias o no - el sello básico es la inconformidad con el orden legal establecido y el deseo de cambiarlo, en las movilizaciones lo que falta es la voluntad libre de los individuos para aceptar o rechazar lo que se les pide: en ellas no hay un deseo individual, sino una forma específica de coerción. la participación ciudadana, en cambio, exige al mismo tiempo la aceptación previa de las reglas del juego democrático y la voluntad libre de los individuos que deciden participar: el Estado de derecho y la libertad de los individuos.
Así pues, aunque con mucha frecuencia se les confunda como formas de participación, conviene tener claro que ni la rebelión ni la movilización cumplen esos dos requisitos.
II
El difícil equilibrio entre el régimen político en el que se desenvuelve la participación de los ciudadanos y las innumerables razones que empujan a las personas a tomar parte de una acción colectiva ofrecen razones suficientes, sin embargo, para reconocer la complejidad del entramado que esos dos elementos suelen producir. En principio, "tomar parte en cualquier acción política requiere, generalmente, dos decisiones individuales: uno debe decidirse a actuar o a no hacerlo; y debe decidir, también, la dirección de sus actos. (Pero además) la decisión de actuar de un modo particular se acompaña de una tercera decisión acerca de la intensidad, la duración y/o los alcances de la acción".11 Ninguna de esas decisiones, sin embargo, viene sola: de acuerdo con todas las evidencias disponibles, en ellas influye el entorno familiar, los grupos cercanos al individuo y, naturalmente, las motivaciones que se producen en el sistema político en su conjunto. De ahí la compleja relación entre las razones individuales y el medio polítiCo, y los muy variados cauces que puede cobrar la participación ciudadana.
Lester W. Milbrath, un autor norteamericano de los años sesenta, proponía una larga serie de dicotomías para tratar de distinguir algunas de las formas que podía adoptar esa participación, a partir de una revisión general de los estudios empíricos que se habían formulado hasta entonces. Milbrath decía que la participación podía ser abierta, sin ningún tipo de restricción por parte de quienes se decidían a participar, o cubierta, en caso de que alguien decidiera participar apoyando a alguna otra persona. Decía que la participación podía ser autónoma, a partir de la voluntad estrictamente individual de las personas, animadas acaso por las necesidades de su entorno inmediato, o por invitación de algún tipo de empresario político encargado de sumar voluntades en favor de algún propósito en particular. Podía ser episódica o continua, y también grata o ingrata, de acuerdo con los tiempos que cada quien decidiera entregar a la acción colectiva y con el tipo de recompensas individuales que recibiera como consecuencia de sus aportaciones al grupo de intereses comunes. la participación podía ser simbólica o instrumental, tomando en cuenta las distintas formas de aportación individual a las tareas de la organización, o verbal y no verbal. la participación ciudadana podía, en fin, producir insumos al sistema político en su conjunto, o simplemente reaccionar frente a los productos de ese sistema. Y podía ser estrictamente individual, en tanto que alguien decidiera hacer alguna aportación por una única vez a cierta causa común e incluso con carácter anónimo, o social, en cuanto que el participante optara por reunirse con otros para planear conjuntamente los pasos siguientes. Todas ellas son formas ciertas de participación ciudadana hasta nuestros días, y todas cumplen aquel doble requisito de intentar influir en las decisiones políticas a partir de una decisión personal, pero también de respetar las reglas básicas que supone el Estado de derecho. Ninguna de esas formas pretende cambiarlo todo, ni atenerse sin más a las órdenes dadas por los poderosos. Pero todas ellas muestran la enorme variedad de posibilidades que arroja la sola idea de la participación: tantas como los individuos que forman una nación.
Sin embargo, no todas esas posibilidades se manifiestan al mismo tiempo. Como vimos en la introducción a estas notas, en la práctica es imposible que todos los ciudadanos participen en todos los asuntos de manera simultánea. Tan imposible como evitar al menos alguna forma de participación, en el entendido de que aun la abstención total de los asuntos políticos es también una forma específica de participar. En las sociedades modernas no existen ni los ciudadanos totales ni los anacoretas definitivos, de modo que la participación se resuelve en la enorme gama de opciones intermedias entre ambos extremos.
III
Sidney Verba - a quien ya citamos antes - y Gabriel Almond trataron de ofrecer, en los años sesenta, una tipología para distinguir las diferentes graduaciones de lo que ellos llamaron la cultura cívica;es decir, la voluntad explícita de los individuos para participar en los asuntos públicos. O, en otras palabras, la idea de "concebirse como protagonista del devenir político, como miembro de una sociedad con capacidad para hacerse oír, organizarse y demandar bienes y servicios del gobierno, así como para negociar condiciones de vida y de trabajo; en suma, para incidir sobre las decisiones políticas y vigilar su proyección". 12 Apoyados por un considerable número de investigaciones directas sobre sociedades distintas, Almond y Verba propusieron que había tres tipos puros de cultura cívica: la cultura parroquial, la subordinada y la abiertamente participativa. De acuerdo con esa clasificación, sólo los miembros de la última categoría se sentirían llamados a una verdadera participación ciudadana y sólo ellos le darían estabilidad a las democracias. 13 Milbrath, en cambio, sugiere que todos los ciudadanos tienen una forma específica de participación - aunque no lo sepan - y sugiere, en consecuencia, una clasificación diferente: los apáticos, los espectadores y los gladiadores:
la división propuesta - nos dice - es una reminiscencia de los roles jugados en el circo romano. Un pequeño grupo de gladiadores se baten fieramente para satisfacer a los espectadores que los observan y quienes tienen el derecho de decidir la batalla. Esos espectadores, desde las tribunas, transmiten mensajes, advertencias y ánimo a los gladiadores y, en un momento dado, votan para decidir quién ha ganado una batalla específica. Los apáticos no tienen inconveniente en venir al estadio para ver el espectáculo, pero prefieren abstenerse. Tomando en cuenta la clave de esos roles jugados en las confrontaciones de gladiadores, se pueden extrapolar los tres roles de la participación política actual, que serán llamados: apáticos, espectadores y gladiadores. 14
El símil no sólo es gracioso sino preciso: en efecto, la enorme variedad de posibilidades que ofrece la participación ciudadana en las democracias actuales no significa que todos estén dispuestos a jugar el mismo papel. Ni tampoco que todas las personas opten por participar con la misma intensidad, en la misma dirección y en el mismo momento. Por el contrario, solamente una minoría representativa se encuentra realmente disponible para hacer las veces de los gladiadores, mientras que la gran mayoría de los ciudadanos se concreta al papel del espectador. Pero además, la metáfora empleada por Milbrath permite relacionar los diferentes roles que eligen los ciudadanos para tomar parte en la democracia. Ciertamente, los gladiadores juegan el papel principal, pero su actuación carecería de todo sentido si no fuera por los espectadores. Ellos encarnan el juego entre representación y participación que se resuelve en los votos: sin espectadores, los gladiadoressencillamente dejarían de existir en la democracia o, incluso, les ocurriría algo peor: se convertirían en un espectáculo absurdo. ¿Y los apáticos? Siguiendo la misma metáfora, los apáticos hacen posible, gracias a su apatía, que el estadio no se desborde y que cada quien desarrolle su propio papel. Si todos los apáticos decidieran saltar repentinamente a las tribunas, y desde ellas empujar a todos a la condición de gladiadores, el juego se resolvería en una tragedia. En otras palabras: la participación ciudadana es indispensable para la democracia, pero una sobrecarga de expectativas o de demandas individuales ajenas a los conductos normales, paradójicamente, podría destruirla.
En términos generales, sin embargo, el funcionamiento propio de las democracias hace posible una suerte de distribución natural de papeles. No es fácil que el entorno político genere suficientes estímulos para convocar la participación de todos los ciudadanos como espectadores activos, ni mucho menos que todos asuman liderazgos individuales al mismo tiempo. Entre los estímulos que produce el ambiente político y la predisposición de los individuos a participar hay una amplia zona de grises. Puede haber, incluso, una gran cantidad de estímulos externos y una gran predisposición de los individuos para participar, pero esas dos condiciones pueden estar llevadas por razones distintas. De modo que un desencuentro entre ambos procesos puede, por el contrario, disminuir las cuotas de participación, aunque el régimen la propicie y las gentes quieran participar. Un gobierno, por ejemplo, puede insistir en la participación colectiva para subsanar ciertos problemas de producción de servicios a través de todos los medios posibles, mientras que los individuos pueden aspirar a participar en la selección de ciertas autoridades locales: las diferencias entre ambos motivos pueden ser tan amplias que el resultado final sea el rechazo a la participación para cualquiera de ambos propósitos. En las democracias actuales abundan los ejemplos que ilustran esa clase de desencuentros.
Milbrath sugiere, además, que cada uno de los ciudadanos que desempeña alguno de esos roles es identificable a través de ciertas manifestaciones externas: mientras que a los apáticos se les reconoce precisamente por su renuncia a intervenir en cualquier asunto político, a los espectadores se les identifica por su apertura a los estímulos políticos que les presenta el entorno, por su voluntad de participar en las elecciones, por iniciar alguna discusión sobre temas políticos, por intentar influir en el sentido del voto de otra persona o, incluso, por llevar insignias que lo señalan como miembro de algún grupo en particular. Los gladiadores, por su parte, suelen contribuir con su tiempo a una campaña política; participar en algún comité electoral o en la definición de estrategias para el grupo al que pertenecen; solicitar fondos, aceptar candidaturas o, en definitiva, ocupar posiciones de liderazgo en los partidos políticos, en los parlamentos o en el gobierno. Pero todavía sugiere una categoría más: la de los espectadores en trance de convertirse en protagonistas de la política. ¿Cómo. reconocerlos? Eventualmente, por sus contactos frecuentes con algún dirigente de la vida política activa; por sus contribuciones monetarias a la causa que tiene sus simpatías; o por participar abiertamente en reuniones con propósitos políticos definidos. No es frecuente, sin embargo, que los espectadores se conviertan eñ dirigentes. la pirámide de la política, que se estrecha demasiado en la cúspide, normalmente no lo permite. Por el contrario, es mucho más fácil encontrar gladiadores que han dejado de serlo o que sólo lo fueron episódicamente. Y en todo caso - aunque no lo parezca - no abundan los profesionales de la política.
Es verdad que mientras más estímulos políticos reciba una persona de su entorno inmediato, más inclinaciones tendrá a participar en asuntos colectivos y más profunda será su participación. Pero esto no significa que esos estímulos producirán una especie de reacción automática de los individuos: para que se produzca la participación, es imprescindible que haya una relación entre ellos y las necesidades, las aspiraciones o las expectativas individuales. Y al mismo tiempo, aunque esa relación opere con claridad, un exceso de estímulos puede llegar a saturar los deseos de participación ciudadana: muchos mensajes producidos simultáneamente por los medios de comunicación masiva, por la literatura, por ciertas campañas políticas, por múltiples encuentros colectivos, mítines, conferencias o conversaciones interminables y repetidas sobre los mismos temas, las mismas personas, los mismos problemas, suelen causar un efecto contrario a la voluntad de participar. Casi todos los autores subrayan la relevancia de este punto: estimular la participación de la gente no significa saturaría de mensajes y discusiones, sino hacer coincidir sus intereses individuales con un ambiente propicio a la participación pública. Y es en este sentido que las campañas políticas sintetizan el momento más claro de participación ciudadana, en tanto que el abanico de candidatos y de propuestas partidistas suele coincidir con el deseo de al menos una buena porción de los ciudadanos, dispuesta a expresar sus preferencias mediante el voto.
IV
Pero ya hemos dicho que las elecciones no agotan la participación ciudadana. En los regímenes de mayor estabilidad democrática no sólo hay cauces continuos que aseguran al menos la opinión de los ciudadanos sobre las decisiones tomadas por el gobierno, sino múltiples mecanismos institucionales para evitar que los representantes electos caigan en la tentación de obedecer exclusivamente los mandatos imperativos de sus partidos. Son modalidades de participación directa en la toma de decisiones políticas que hacen posible una suerte de consulta constante a la población, más allá de los procesos electorales. Los mecanismos más conocidos son el referéndum, cuando se trata de preguntar sobre ciertas decisiones que podrían modificar la dinámica del gobierno, o las relaciones del régimen con la sociedad; y el plebiscito, que propone a la sociedad la elección entre dos posibles alternativas. Ninguno de esos instru mentos supone una elección de representantes, sino de decisiones. Pero ambos funcionan con la misma amplitud que 105 procesos electorales, en tanto que pretenden abarcar a todas las personas que se verán afectadas por la alternativa en cuestión. Lainiciativa popular y el derecho de petición, por su parte, abren la posibilidad de que los ciudadanos organizados participen directamente en el proceso legislativo y en la forma de actuación de los poderes ejecutivos. Ambas formas constituyen, también, una especie de seguro en contra de la tendencia a la exclusión partidista y parten, en consecuencia, de un supuesto básico: silos representantes políticos no desempeñan su labor con suficiente amplitud, los ciudadanos pueden participar en las tareas legislativas de manera directa.
El mismo principio explica el llamado derecho de revocación del mandato o de reclamación, que asegura la posibilidad de interrumpir el mandato otorgado aun determinado representante político, aunque haya ganado su puesto en elecciones legítimas, o bien modificar el curso de una decisión previamente tomada por el gobierno. Finalmente, hay que agregar los procedimientos de audiencia pública, el derecho a la información, la consulta popular y la organización de cabildos abiertos -para el caso del gobierno municipal-, como métodos instaurados en ciertos regímenes para mantener los conductos de comunicación entre gobierno y sociedad, permanentemente abiertos. Sobra decir que ninguno de esos procedimientos garantiza, per se, que la sociedad participará en los asuntos públicos ni que lo hará siempre de la misma manera. Ya no es necesario insistir en que la clave de la participación no reside en los mecanismos institucionales que la hacen propicia, sino en el encuentro entre un ambiente político que empuje a tomar parte en acciones comunes y una serie de voluntades individuales. Pero conviene repetir que esa combinación es impredecible: tan amplia como los problemas, las necesidades, las aspiraciones y las expectativas de quienes le dan vida a la democracia.
V
¿Pero cuáles son las dosis de participación ciudadana que, a través de cualesquiera de sus cauces posibles, permiten a la postre la consolidación de la democracia? Imposible responder a esta pregunta con una fórmula única. Cada sociedad es distinta. Antes cité a Fernando Savater para decir que la política no es sino el conjunto de razones que tienen los seres humanos para obedecer o para rebelarse. Y ahora debo agregar que esas razones nunca se dan de manera lineal: los ciudadanos casi siempre cumplimos ambos roles de manera alternativa, tanto como los gobiernos están obligados a buscar un cierto equilibrio entre el cumplimiento de las demandas formuladas por la sociedad y la necesidad de ejercer el poder. Equilibrios difíciles, que sin embargo han de resolverse mediante cauces democráticos; es decir, a través de la solución legítima y civilizada del interminable conflicto social que supone la convivencia entre seres humanos. No hay recetas. Sin embargo, conviene reproducir aquí los resultados de las investigaciones empíricas reunidas por Milbrath, para ofrecer algunas conclusiones que vale la pena tener en cuenta, pues el paso del tiempo las ha confirmado:
1) La mayor parte de los ciudadanos de cualquier sociedad política no responde a la clásica prescripción democrática, según la cual deben estar internados, informados y activos en cuestiones públicas. 2) A pesar de ello, los gobiernos y las sociedades democráticas suelen mantener su funcionamiento adecuadamente e, incluso, consolidar esa forma de gobierno. 3) Es un hecho, en consecuencia, que no se necesita una muy alta participación para el éxito de la democracia. 4) No obstante, para asegurar la responsabilidad de los funcionarios públicos, es esencial que un alto porcentaje de ciudadanos participe, al menos, en los procesos electorales. 5) Mantener abiertos los canales de comunicación en la sociedad, por otra parte, ayuda también a asegurar la responsabilidad de los funcionarios en relación con las demandas públicas. 6) Sin embargo, niveles moderados de participación suelen ser útiles para mantener un cierto equilibrio entre los roles ciudadanos de participación activa y demandante y de obediencia a las reglas democráticas de convivencia. 7) Los niveles moderados de participación ayudan, también, a equilibrar el funcionamiento de los sistemas políticos que deben ser, a la vez, responsables y suficientemente poderosos para actuar. 8) Además, los niveles moderados de participación permiten mantener el equilibrio entre el consenso y el rompimiento en una sociedad. 9) Por el contrario, los niveles de participación muy elevados pueden actuar en detrimento de la democracia si tienden a politizar un alto porcentaje de las relaciones sociales. 10) Las democracias constitucionales parecen más preparadas para florecer si sólo una parte de las relaciones sociales es gobernada por consideraciones políticas. 11) En cambio, los niveles moderados o bajos de participación llevan a una mayor responsabilidad de las élites políticas en favor del funcionamiento exitoso de la democracia. 12) De ahí que las élites deban adherirse a las normas democráticas y a sus reglas del juego, y tener además una actitud leal hacia sus oponentes. 13) Con todo, una sociedad con amplios niveles de apatía puede ser fácilmente dominada por una élite poco escrupulosa, de modo que sólo una continua vigilancia de por lo menos algunos ciudadanos puede prevenir de los riesgos de la tiranía. 14) En cualquier caso, el reclutamiento y el entrenamiento de las élites es una función especialmente importante. 15) Para ayudar a asegurar el control final del sistema político por la sociedad, en fin, es esencial mantener abiertos los conductos de comunicación, forzar a las élites a mantenerse en contacto con la población y facilitar a los ciudadanos, por todos los medios posibles, volverse activos sí así lo deciden. Y en este sentido, también es esencial la preparación moral de los ciudadanos - la cultura política - para sostener la posibilidad misma de participar en los momentos decisivos.15
La mejor participación ciudadana en la democracia, en suma, no es la que se manifiesta siempre y en todas partes, sino la que se mantiene alerta; la que se propicia cuando es necesario impedir las desviaciones de quienes tienen la responsabilidad del gobierno, o encauzar demandas justas que no son atendidas con la debida profundidad. No es necesario ser gladiadores de la política para hacer que la democracia funcione. Pero sí es preciso que los espectadores no pierdan de vista el espectáculo. En ellos reside la clave de bóveda de la participación democrática.