IV. Participación Ciudadana y gobierno
I
Conservar un cierto equilibrio entre la participación de los ciudadanos y la capacidad de decisión del gobierno es, quizás, el dilema más importante para la consolidación de la democracia. De ese equilibrio depende la llamada gobemabilidad de un sistema político que, generalmente, suele plantearse en términos de una sobrecarga de demandas y expectativas sobre una limitada capacidad de respuesta de los gobiernos. Término difícil y polémico, que varios autores interpretan como una trampa para eximir a los gobiernos de las responsabilidades que supone su calidad representativa, pero que de cualquier modo reproduce bien las dificultades cotidianas que encara cualquier administración pública. Los recursos públicos, en efecto, siempre son escasos para resolver las demandas sociales, aun entre las sociedades de mejor desarrollo y mayores ingresos. Y uno de los desafíos de mayor envergadura para cualquier gobierno consiste, en consecuencia, en la asignación atinada de esos recursos escasos en función de ciertas prioridades sociales, económicas y políticas. ¿Pero cómo se establecen esas prioridades y cuáles son sus límites efectivos?
Si nos atuviéramos a una visión simplista del régimen democrático, podríamos concluir que el mejor gobierno es el que resuelve todas y cada una de las demandas planteadas por los ciudadanos en el menor tiempo posible. Pero ocurre que un gobierno así no podría existir: aun en las mejores condiciones de disponibilidad de recursos, las demandas de la sociedad tenderían a aumentar mucho más de prisa que la verdadera capacidad de respuesta de los gobiernos. Cada demanda satisfecha generaría otras nuevas, mientras que los medios al alcance del gobierno estarían irremediablemente limitados, en el mejor de los casos, a la dinámica de su economía. De modo que, al margen de los conflictos que podría plantear la permanente tensión entre las aspiraciones de igualdad y de libertad entre los ciudadanos, un régimen capaz de satisfacer hasta el más mínimo capricho de sus nacionales acabaría por destruirse a sí mismo. El mundo feliz que imaginó Aldous Huxley sólo podría subsistir como lo describió ese autor: a través de un gobierno tiránico y con estratos sociales inamovibles. No sería un gobierno democrático sino una dictadura.
Más allá de la ficción, por lo demás, en el mundo moderno ya se han puesto a prueba por lo menos dos tipos de régimen político que han intentado controlar con la misma rigidez tanto las demandas de los ciudadanos como las respuestas de sus gobiernos -el fascismo y el comunismo-, y ambos han fracasado trágicamente. La libertad de los individuos no se deja gobernar con facilidad, ni tampoco es posible anular sin más sus deseos de alcanzar la mayor igualdad. De modo que las democracias modernas se mueven entre ambas aspiraciones, en busca de aquel equilibrio entre demandas y capacidad de respuesta; entre participación ciudadana y capacidad de decisión del gobierno.
II
Los recursos al alcance de un gobierno no se constriñen, sin embargo, a los dineros. Sin duda, se trata de uno de los medios públicos de mayor importancia. Pero hay otros de carácter simbólico y reglamentario que, con mucha frecuencia, tienen incluso más peso que la sola asignación de presupuestos escasos. los gobiernos no sólo administran el gasto público, sino que emiten leyes y las hacen cumplir, y también producen símbolos culturales: ideas e imágenes que hacen posible un cierto sentido de pertenencia a una nación en particular e identidades colectivas entre grupos más o menos amplios de población. Estos últimos forman además los criterios de legitimidad sobre los que se justifica la actuación de cualquier gobierno: las razones - más o menos abstractas -que hacen posible que los ciudadanos crean en el papel político que desempeñan sus líderes. La legitimidad es, en ese sentido, la clave de la obediencia. Para ser más explícitos: lo que se produjo durante las revoluciones de finales del siglo XVIII y principios del XIX fue, en principio, el descrédito de la legitimidad heredada que proclamaban los reyes y su sustitución por otra, basada en la elección popular de los nuevos representantes políticos.
Los recursos financieros, jurídicos y simbólicos que posee un gobierno están íntimamente ligados, pues, a la legitimidad de sus actos: a esa suerte de voto de confianza que les otorgan los ciudadanos para poder funcionar, y sin el cual sería prácticamente imposible mantener aquellos equilibrios que llevan a la gobernabilidad de un sistema. Gobernabilidad y legitimidad: palabras concatenadas que se entrelazan en la actividad cotidiana de los regímenes democráticos a través de los conductos establecidos por las otras dos palabras hermanas: representación y participación. ¿cómo? Mediante las decisiones legislativas y reglamentarias, los actos y los mensajes políticos, y el diseño y el establecimiento de políticas públicas. Conductos todos en los que resulta indispensable, para un régimen democrático, contar con su contraparte social: la participación de los ciudadanos.
Llegados a este punto, los matices democráticos comienzan a ser cada vez más fríos. Ya hemos visto que existen múltiples cauces institucionales para asegurar que la opinión de los ciudadanos sea realmente tomada en cuenta en las actividades legislativas y políticas del gobierno, para garantizar que la representación no se separe demasiado de la participación. Pero es en la administración pública cotidiana donde se encuentra el mayor número de nexos entre sociedad y gobierno y en donde se resuelven los cientos de pequeños conflictos que tienden a conservar o a romper los difíciles equilibrios de la gobernabilidad. Sería imposible enumerarlos, entre otras razones, porque probablemente nadie los conoce con precisión. En ellos cuentan tanto las leyes y los reglamentos que dan forma a las diferentes organizaciones gubernamentales, como las demandas individuales y colectivas de los ciudadanos que deciden participar. Se trata de un amplio entramado de pequeñas redes de decisión y de acción que todos los días cobra forma en los distintos niveles de gobierno.
III
Más allá del funcionamiento de los parlamentos legislativos y de los procesos electorales, para la administración pública el ciudadano ha ido perdiendo la vieja condición de súbdito que tenía enotros tiempos, para comenzar a ser una suerte de cliente que demanda más y mejores servicios de su gobierno y un desempeño cada vez más eficiente de sus funcionarios, porque paga impuestos, vota y está consciente de lOS derechos que le dan protección. El ciudadano de nuestros días está lejos de la obediencia obligada que caracterizó a las poblaciones del mundo durante prácticamente toda la historia. La conquista de los derechos que condujeron finalmente al régimen democrático -derechos civiles, políticos y sociales - cubrió un largo trayecto que culminó- si es que acaso ha culminado -hasta hace unas décadas.
Primero fueron los límites que los ciudadanos impusieron a la autoridad de los gobernantes, en busca de nuevos espacios de libertad. Fue aquel primer proceso del que ya hemos hablado y que condujo, precisamente, a la confección de un nuevo concepto de ciudadano y a la creación de un ámbito privado para acotar la influencia del régimen anterior. Más tarde vinieron los derechos políticos que ensancharon las posibilidades de participación de los ciudadanos en la elección de sus gobernantes. Y por último, los derechos sociales: los que le pedían al Estado que no sólo se abstuviera de rebasar las fronteras levantadas por la libertad de los individuos -los derechos humanos-, sino que además cumpliera una función redistributiva de los ingresos nacionales en busca de la igualdad. De modo que, en nuestros días, las funciones que desarrolla el Estado no solamente están ceñidas al derecho escrito, sino que además han de desenvolverse con criterios democráticos y sociales. Vivimos, en efecto, la época del Estado social y democrático de derecho.
Por eso ya no es suficiente que los gobiernos respondan de sus actividades exclusivamente ante los cuerpos de representación popular, sino también ante los ciudadanos mismos. Y de ahí también que las otrora distantes autoridades administrativas hayan ido mudando sus procedimientos para seleccionar prioridades por nuevos mecanismos de intercambio constante con los ciudadanos que han de atender. La palabrapartici4>ación ha ido cobrando así nuevas connotaciones en la administración pública de nuestros días. Y ese cambio ha llevado, a su vez, a la revisión paulatina de las divisiones de competencias entre órganos y niveles de gobierno que habían funcionado con rigidez. Convertidos en ciudadanos, los antiguos súbditos exigen ahora no Sólo una mejor atención a sus necesidades, expectativas y aspiraciones comunes, sino una influencia cada vez más amplia en la dirección de los asuntos públicos. En las democracias modernas, cada vez se gobierna menos en función de manuales y procedimientos burocráticos, y más en busca de las mejores respuestas posibles a las demandas públicas.
IV
Se trata de una transformación que está afectando muchas de las viejas rutinas burocráticas y que está obligando, también, a entender con mayor flexibilidad las fronteras que separaban las áreas de competencia entre los gobiernos nacional, estatal y local. Las prioridades y los programas de gobierno, entendidos como obligaciones unilaterales de los organismos públicos, están siendo sustituidos gradualmente por una nueva visión apoyada en el diseño de políticas públicas que atraviesan por varios órganos y varios niveles al mismo tiempo. Ya no son los viejos programas gubernamentales que se consideraban responsabilidad exclusiva de los funcionarios nombrados por los líderes de los poderes ejecutivos, sino políticas en las que la opinión de los ciudadanos cuenta desde la confección misma de los cursos de acción a seguir, y también durante los procesos que finalmente ponen en curso las decisiones tomadas. Políticas públicas en el más amplio sentido del término; es decir, acciones emprendidas por el gobierno y la sociedad de manera conjunta. Pero que lo son, además, porque exceden los ámbitos cerrados de la acción estrictamente gubernamental:
Gobernar no es intervenir siempre y en todo lugar ni dar un formato gubernamental homogéneo a todo tratamiento de los problemas. Lo gubernamental es público, pero lo público trasciende lo gubernamental. Una política puede ser aquí una regulación, ahí una distribución de diversos tipos de recursos (incentivos o subsidios, en efectivo o en especie, presentes o futuros, libres o condicionados), allá una intervención redistributiva directa, más allá dejar hacer a los ciudadanos.16
Una visión participativa del quehacer público, sin embargo, no ha de confundirse con una ausencia de responsabilidad por parte de quienes representan la vida política en una nación. Sumar la participación ciudadana a las tareas de gobierno no significa lanzar todas las respuestas públicas hacia una especie de mercado político incierto ni, mucho menos, que el Estado traslade sus funciones hacia los grupos sociales organizados. lo que significa es un cambio de fondo en las prácticas gubernativas que llevaron a separar, artificialmente, las ideas de representación y de participación como si no formaran el binomio inseparable de los regímenes democráticos. Ni es tampoco una nueva forma de movilización "desde arriba", porque el elemento clave de cualquier política pública reside en la libre voluntad de los ciudadanos. Ciertamente, no es sencillo distinguir los matices ni las posibles desviaciones que suelen ocurrir en la práctica cotidiana de los gobiernos. Pero tampoco debe perderse de vista lo que hemos repetido a lo largo de las páginas anteriores: la verdadera participación ciudadana es el encuentro entre algunos individuos que libremente deciden formar parte de una acción colectiva y de un entorno que la hace propicia.
V
Ya hemos dicho que en ese proceso de transformación de las prácticas gubernativas se han ido diluyendo, también, los cotos que solían separar a los distintos niveles de competencia. La organización departamental que acuñó el siglo pasado para responder a las funciones de gobierno y los criterios de soberanía o de autonomía entre los ámbitos locales, regionales y nacionales de cada gobierno. Problema difícil, que sin embargo forma parte de las agendas nacionales de las democracias contemporáneas.
Si a partir de una visión participativa de la administración pública cada problema amerita una solución propia y un cauce para hacer posible la participación de los ciudadanos, salta a la vista que las rígidas divisiones formales de competencias pueden convertirse en un obstáculo a la eficiencia de las respuestas. La escasez de los recursos disponibles y la creciente complejidad de las sociedades modernas, por lo demás, hace cada vez más necesaria la búsqueda de soluciones flexibles y el apoyo recíproco entre distintas unidades de gobierno, y de éstas con la sociedad.
Es obvio que a finales del siglo XX los problemas que afronta un gobierno son mucho más complicados que a principios del X[X; pero también lo es que el desarrollo tecnológico ha incrementado sus posibilidades de respuesta. En nuestros días, la comunicación y los intercambios entre distintos países son tan amplios como las redes que enlazan a las ciudades y a las comunidades de cada nación en particular: la interdependencia, esa palabra de la que tanto oímos hablar cuando se discuten los problemas universales, es también una realidad hacia el interior de los estados nacionales. En las democracias más avanzadas cada vez hay menos comunidades aisladas de toda influencia exterior - si es que las hay - , y cada vez son más complejos los problemas que el gobierno debe afrontar. De modo que las antiguas divisiones tajantes entre gobiernos regionales y nacionales - que colocaban al ciudadano ante dos autoridades distintas, con competencias cruzadas y diferentes soluciones para las mismas demandas - cada vez son más un obstáculo que una alternativa de solución. ¿Por qué? Porque los ciudadanos y los problemas que afrontan son los mismos, aunque las divisiones administrativas que sirven para la organización del gobierno tiendan a separarlos.
¿Quiere esto decir que, ante la creciente participación ciudadana, los gobiernos deben renunciar a sus divisiones artificiales para presentarse como un solo bloque ante la sociedad? No. lo que significa es que hay una tendencia creciente a perfeccionar las relaciones entre gobiernos: entre 105 niveles locales, regionales y nacionales de administración pública dentro de cada país. Se trata, pues, de otra paradoja producida por la convivencia entre representación y participación: si la primera lleva a la elección del mayor número posible de autoridades, para asegurar que la voluntad popular esté detrás de cada uno de los cargos que exige la administración pública, la segunda exige que los representantes políticos refuercen sus lazos de coordinación, entre sí mismos y con la sociedad que los ha electo, para responder con mayor eficacia a las demandas cotidianas de los ciudadanos. Dice bien Richard Rose: "las políticas públicas unen lo que las constituciones separan". 17También podría decirse de esta manera: la participación ciudadana lleva a relacionar lo que la representación política obliga a fragmentar. Ambos son procedimientos democráticos y ambos están llamados a coexistir: las elecciones para designar cargos públicos, y las relaciones cotidianas entre sociedad y gobiernos - locales, regionales y nacionales - para dirimir conflictos y soluciones comunes.
VI
Los cambios que la cada vez más amplia participación ciudadana ha introducido en las prácticas de gobierno no se entenderían cabalmente, finalmente, sin el doble concepto de responsabilidad pública. La idea clave que dio paso a la democracia moderna - no lo perdamos de vista - fue la soberanía popular. Si los reyes soberanos sólo respondían ante Dios, los representantes políticos del Estado moderno han de responder ante el pueblo que los nombró. los votos no les conceden una autoridad ilimitada, sino la obligación de ejercer el poder público en beneficio del pueblo. De acuerdo con la formulación clásica de Abraham Lincoln, es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. En este sentido, buena parte de la evolución de los regímenes democráticos se explicaría como un esfuerzo continuo por hacer más responsables a los gobiernos frente a la sociedad.
En las democracias la pregunta fundamental no siempre es ¿quién debe gobernar?, pues la respuesta alude invariablemente a la voluntad popular expresada en las urnas: debe gobernar quien gane los votos del pueblo. La pregunta central, una vez que el gobierno ha quedado formado, podría formularse más bien de la manera siguiente: ''¿que podemos hacer para configurar nuestras instituciones políticas, de modo que los dominadores malos e incapaces - que naturalmente intentamos evitar, pero que no resulta fácil hacerlo - nos ocasionen los menores daños posibles y podamos deshacernos de ellos sin derramar sangre?"18 Esta es la pregunta central de la democracia.
La responsabilidad de los gobernantes constituye, en efecto, una de las preocupaciones centrales de las democracias modernas. No sólo en términos de la capacidad de respuesta de los gobiernos ante las demandas ciudadanas, como hemos visto hasta ahora, sino del buen uso de los recursos legales que los ciudadanos depositan en sus representantes políticos. Es una palabra con doble significado, que lamentablemente no tenemos en el idioma español: responsabilidad como responsiveness, en el sentido de que los gobernantes deben responder ante la sociedad que los eligió y ser consecuentes con sus demandas, necesidades y expectativas; y también como accountability: la obligación de rendir cuentas sobre su actuación en el mando gubernamental. Y en ambos frentes es esencial la participación ciudadana: de un lado, para garantizar las respuestas flexibles que supone la democracia cotidiana, pero del otro para mantener una estrecha vigilancia sobre el uso de la autoridad concedida a los gobernantes.
Un gobierno democrático tiene que ser un gobierno responsable, en el doble sentido del término, Pero no puede llegar a serlo, paradójicamente, silos ciudadanos a su vez no logran establecer y utilizar los cauces de participación indispensables para asegurar esa responsabilidad. Camino de doble vuelta, la representación política y la participación ciudadana suponen también una doble obligación: de los gobiernos hacia la sociedad que les ha otorgado el poder, y de los ciudadanos hacia los valores sobre los que descansa la democracia: hacia los cimientos de su propia convivencia civilizada.
I
Conservar un cierto equilibrio entre la participación de los ciudadanos y la capacidad de decisión del gobierno es, quizás, el dilema más importante para la consolidación de la democracia. De ese equilibrio depende la llamada gobemabilidad de un sistema político que, generalmente, suele plantearse en términos de una sobrecarga de demandas y expectativas sobre una limitada capacidad de respuesta de los gobiernos. Término difícil y polémico, que varios autores interpretan como una trampa para eximir a los gobiernos de las responsabilidades que supone su calidad representativa, pero que de cualquier modo reproduce bien las dificultades cotidianas que encara cualquier administración pública. Los recursos públicos, en efecto, siempre son escasos para resolver las demandas sociales, aun entre las sociedades de mejor desarrollo y mayores ingresos. Y uno de los desafíos de mayor envergadura para cualquier gobierno consiste, en consecuencia, en la asignación atinada de esos recursos escasos en función de ciertas prioridades sociales, económicas y políticas. ¿Pero cómo se establecen esas prioridades y cuáles son sus límites efectivos?
Si nos atuviéramos a una visión simplista del régimen democrático, podríamos concluir que el mejor gobierno es el que resuelve todas y cada una de las demandas planteadas por los ciudadanos en el menor tiempo posible. Pero ocurre que un gobierno así no podría existir: aun en las mejores condiciones de disponibilidad de recursos, las demandas de la sociedad tenderían a aumentar mucho más de prisa que la verdadera capacidad de respuesta de los gobiernos. Cada demanda satisfecha generaría otras nuevas, mientras que los medios al alcance del gobierno estarían irremediablemente limitados, en el mejor de los casos, a la dinámica de su economía. De modo que, al margen de los conflictos que podría plantear la permanente tensión entre las aspiraciones de igualdad y de libertad entre los ciudadanos, un régimen capaz de satisfacer hasta el más mínimo capricho de sus nacionales acabaría por destruirse a sí mismo. El mundo feliz que imaginó Aldous Huxley sólo podría subsistir como lo describió ese autor: a través de un gobierno tiránico y con estratos sociales inamovibles. No sería un gobierno democrático sino una dictadura.
Más allá de la ficción, por lo demás, en el mundo moderno ya se han puesto a prueba por lo menos dos tipos de régimen político que han intentado controlar con la misma rigidez tanto las demandas de los ciudadanos como las respuestas de sus gobiernos -el fascismo y el comunismo-, y ambos han fracasado trágicamente. La libertad de los individuos no se deja gobernar con facilidad, ni tampoco es posible anular sin más sus deseos de alcanzar la mayor igualdad. De modo que las democracias modernas se mueven entre ambas aspiraciones, en busca de aquel equilibrio entre demandas y capacidad de respuesta; entre participación ciudadana y capacidad de decisión del gobierno.
II
Los recursos al alcance de un gobierno no se constriñen, sin embargo, a los dineros. Sin duda, se trata de uno de los medios públicos de mayor importancia. Pero hay otros de carácter simbólico y reglamentario que, con mucha frecuencia, tienen incluso más peso que la sola asignación de presupuestos escasos. los gobiernos no sólo administran el gasto público, sino que emiten leyes y las hacen cumplir, y también producen símbolos culturales: ideas e imágenes que hacen posible un cierto sentido de pertenencia a una nación en particular e identidades colectivas entre grupos más o menos amplios de población. Estos últimos forman además los criterios de legitimidad sobre los que se justifica la actuación de cualquier gobierno: las razones - más o menos abstractas -que hacen posible que los ciudadanos crean en el papel político que desempeñan sus líderes. La legitimidad es, en ese sentido, la clave de la obediencia. Para ser más explícitos: lo que se produjo durante las revoluciones de finales del siglo XVIII y principios del XIX fue, en principio, el descrédito de la legitimidad heredada que proclamaban los reyes y su sustitución por otra, basada en la elección popular de los nuevos representantes políticos.
Los recursos financieros, jurídicos y simbólicos que posee un gobierno están íntimamente ligados, pues, a la legitimidad de sus actos: a esa suerte de voto de confianza que les otorgan los ciudadanos para poder funcionar, y sin el cual sería prácticamente imposible mantener aquellos equilibrios que llevan a la gobernabilidad de un sistema. Gobernabilidad y legitimidad: palabras concatenadas que se entrelazan en la actividad cotidiana de los regímenes democráticos a través de los conductos establecidos por las otras dos palabras hermanas: representación y participación. ¿cómo? Mediante las decisiones legislativas y reglamentarias, los actos y los mensajes políticos, y el diseño y el establecimiento de políticas públicas. Conductos todos en los que resulta indispensable, para un régimen democrático, contar con su contraparte social: la participación de los ciudadanos.
Llegados a este punto, los matices democráticos comienzan a ser cada vez más fríos. Ya hemos visto que existen múltiples cauces institucionales para asegurar que la opinión de los ciudadanos sea realmente tomada en cuenta en las actividades legislativas y políticas del gobierno, para garantizar que la representación no se separe demasiado de la participación. Pero es en la administración pública cotidiana donde se encuentra el mayor número de nexos entre sociedad y gobierno y en donde se resuelven los cientos de pequeños conflictos que tienden a conservar o a romper los difíciles equilibrios de la gobernabilidad. Sería imposible enumerarlos, entre otras razones, porque probablemente nadie los conoce con precisión. En ellos cuentan tanto las leyes y los reglamentos que dan forma a las diferentes organizaciones gubernamentales, como las demandas individuales y colectivas de los ciudadanos que deciden participar. Se trata de un amplio entramado de pequeñas redes de decisión y de acción que todos los días cobra forma en los distintos niveles de gobierno.
III
Más allá del funcionamiento de los parlamentos legislativos y de los procesos electorales, para la administración pública el ciudadano ha ido perdiendo la vieja condición de súbdito que tenía enotros tiempos, para comenzar a ser una suerte de cliente que demanda más y mejores servicios de su gobierno y un desempeño cada vez más eficiente de sus funcionarios, porque paga impuestos, vota y está consciente de lOS derechos que le dan protección. El ciudadano de nuestros días está lejos de la obediencia obligada que caracterizó a las poblaciones del mundo durante prácticamente toda la historia. La conquista de los derechos que condujeron finalmente al régimen democrático -derechos civiles, políticos y sociales - cubrió un largo trayecto que culminó- si es que acaso ha culminado -hasta hace unas décadas.
Primero fueron los límites que los ciudadanos impusieron a la autoridad de los gobernantes, en busca de nuevos espacios de libertad. Fue aquel primer proceso del que ya hemos hablado y que condujo, precisamente, a la confección de un nuevo concepto de ciudadano y a la creación de un ámbito privado para acotar la influencia del régimen anterior. Más tarde vinieron los derechos políticos que ensancharon las posibilidades de participación de los ciudadanos en la elección de sus gobernantes. Y por último, los derechos sociales: los que le pedían al Estado que no sólo se abstuviera de rebasar las fronteras levantadas por la libertad de los individuos -los derechos humanos-, sino que además cumpliera una función redistributiva de los ingresos nacionales en busca de la igualdad. De modo que, en nuestros días, las funciones que desarrolla el Estado no solamente están ceñidas al derecho escrito, sino que además han de desenvolverse con criterios democráticos y sociales. Vivimos, en efecto, la época del Estado social y democrático de derecho.
Por eso ya no es suficiente que los gobiernos respondan de sus actividades exclusivamente ante los cuerpos de representación popular, sino también ante los ciudadanos mismos. Y de ahí también que las otrora distantes autoridades administrativas hayan ido mudando sus procedimientos para seleccionar prioridades por nuevos mecanismos de intercambio constante con los ciudadanos que han de atender. La palabrapartici4>ación ha ido cobrando así nuevas connotaciones en la administración pública de nuestros días. Y ese cambio ha llevado, a su vez, a la revisión paulatina de las divisiones de competencias entre órganos y niveles de gobierno que habían funcionado con rigidez. Convertidos en ciudadanos, los antiguos súbditos exigen ahora no Sólo una mejor atención a sus necesidades, expectativas y aspiraciones comunes, sino una influencia cada vez más amplia en la dirección de los asuntos públicos. En las democracias modernas, cada vez se gobierna menos en función de manuales y procedimientos burocráticos, y más en busca de las mejores respuestas posibles a las demandas públicas.
IV
Se trata de una transformación que está afectando muchas de las viejas rutinas burocráticas y que está obligando, también, a entender con mayor flexibilidad las fronteras que separaban las áreas de competencia entre los gobiernos nacional, estatal y local. Las prioridades y los programas de gobierno, entendidos como obligaciones unilaterales de los organismos públicos, están siendo sustituidos gradualmente por una nueva visión apoyada en el diseño de políticas públicas que atraviesan por varios órganos y varios niveles al mismo tiempo. Ya no son los viejos programas gubernamentales que se consideraban responsabilidad exclusiva de los funcionarios nombrados por los líderes de los poderes ejecutivos, sino políticas en las que la opinión de los ciudadanos cuenta desde la confección misma de los cursos de acción a seguir, y también durante los procesos que finalmente ponen en curso las decisiones tomadas. Políticas públicas en el más amplio sentido del término; es decir, acciones emprendidas por el gobierno y la sociedad de manera conjunta. Pero que lo son, además, porque exceden los ámbitos cerrados de la acción estrictamente gubernamental:
Gobernar no es intervenir siempre y en todo lugar ni dar un formato gubernamental homogéneo a todo tratamiento de los problemas. Lo gubernamental es público, pero lo público trasciende lo gubernamental. Una política puede ser aquí una regulación, ahí una distribución de diversos tipos de recursos (incentivos o subsidios, en efectivo o en especie, presentes o futuros, libres o condicionados), allá una intervención redistributiva directa, más allá dejar hacer a los ciudadanos.16
Una visión participativa del quehacer público, sin embargo, no ha de confundirse con una ausencia de responsabilidad por parte de quienes representan la vida política en una nación. Sumar la participación ciudadana a las tareas de gobierno no significa lanzar todas las respuestas públicas hacia una especie de mercado político incierto ni, mucho menos, que el Estado traslade sus funciones hacia los grupos sociales organizados. lo que significa es un cambio de fondo en las prácticas gubernativas que llevaron a separar, artificialmente, las ideas de representación y de participación como si no formaran el binomio inseparable de los regímenes democráticos. Ni es tampoco una nueva forma de movilización "desde arriba", porque el elemento clave de cualquier política pública reside en la libre voluntad de los ciudadanos. Ciertamente, no es sencillo distinguir los matices ni las posibles desviaciones que suelen ocurrir en la práctica cotidiana de los gobiernos. Pero tampoco debe perderse de vista lo que hemos repetido a lo largo de las páginas anteriores: la verdadera participación ciudadana es el encuentro entre algunos individuos que libremente deciden formar parte de una acción colectiva y de un entorno que la hace propicia.
V
Ya hemos dicho que en ese proceso de transformación de las prácticas gubernativas se han ido diluyendo, también, los cotos que solían separar a los distintos niveles de competencia. La organización departamental que acuñó el siglo pasado para responder a las funciones de gobierno y los criterios de soberanía o de autonomía entre los ámbitos locales, regionales y nacionales de cada gobierno. Problema difícil, que sin embargo forma parte de las agendas nacionales de las democracias contemporáneas.
Si a partir de una visión participativa de la administración pública cada problema amerita una solución propia y un cauce para hacer posible la participación de los ciudadanos, salta a la vista que las rígidas divisiones formales de competencias pueden convertirse en un obstáculo a la eficiencia de las respuestas. La escasez de los recursos disponibles y la creciente complejidad de las sociedades modernas, por lo demás, hace cada vez más necesaria la búsqueda de soluciones flexibles y el apoyo recíproco entre distintas unidades de gobierno, y de éstas con la sociedad.
Es obvio que a finales del siglo XX los problemas que afronta un gobierno son mucho más complicados que a principios del X[X; pero también lo es que el desarrollo tecnológico ha incrementado sus posibilidades de respuesta. En nuestros días, la comunicación y los intercambios entre distintos países son tan amplios como las redes que enlazan a las ciudades y a las comunidades de cada nación en particular: la interdependencia, esa palabra de la que tanto oímos hablar cuando se discuten los problemas universales, es también una realidad hacia el interior de los estados nacionales. En las democracias más avanzadas cada vez hay menos comunidades aisladas de toda influencia exterior - si es que las hay - , y cada vez son más complejos los problemas que el gobierno debe afrontar. De modo que las antiguas divisiones tajantes entre gobiernos regionales y nacionales - que colocaban al ciudadano ante dos autoridades distintas, con competencias cruzadas y diferentes soluciones para las mismas demandas - cada vez son más un obstáculo que una alternativa de solución. ¿Por qué? Porque los ciudadanos y los problemas que afrontan son los mismos, aunque las divisiones administrativas que sirven para la organización del gobierno tiendan a separarlos.
¿Quiere esto decir que, ante la creciente participación ciudadana, los gobiernos deben renunciar a sus divisiones artificiales para presentarse como un solo bloque ante la sociedad? No. lo que significa es que hay una tendencia creciente a perfeccionar las relaciones entre gobiernos: entre 105 niveles locales, regionales y nacionales de administración pública dentro de cada país. Se trata, pues, de otra paradoja producida por la convivencia entre representación y participación: si la primera lleva a la elección del mayor número posible de autoridades, para asegurar que la voluntad popular esté detrás de cada uno de los cargos que exige la administración pública, la segunda exige que los representantes políticos refuercen sus lazos de coordinación, entre sí mismos y con la sociedad que los ha electo, para responder con mayor eficacia a las demandas cotidianas de los ciudadanos. Dice bien Richard Rose: "las políticas públicas unen lo que las constituciones separan". 17También podría decirse de esta manera: la participación ciudadana lleva a relacionar lo que la representación política obliga a fragmentar. Ambos son procedimientos democráticos y ambos están llamados a coexistir: las elecciones para designar cargos públicos, y las relaciones cotidianas entre sociedad y gobiernos - locales, regionales y nacionales - para dirimir conflictos y soluciones comunes.
VI
Los cambios que la cada vez más amplia participación ciudadana ha introducido en las prácticas de gobierno no se entenderían cabalmente, finalmente, sin el doble concepto de responsabilidad pública. La idea clave que dio paso a la democracia moderna - no lo perdamos de vista - fue la soberanía popular. Si los reyes soberanos sólo respondían ante Dios, los representantes políticos del Estado moderno han de responder ante el pueblo que los nombró. los votos no les conceden una autoridad ilimitada, sino la obligación de ejercer el poder público en beneficio del pueblo. De acuerdo con la formulación clásica de Abraham Lincoln, es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. En este sentido, buena parte de la evolución de los regímenes democráticos se explicaría como un esfuerzo continuo por hacer más responsables a los gobiernos frente a la sociedad.
En las democracias la pregunta fundamental no siempre es ¿quién debe gobernar?, pues la respuesta alude invariablemente a la voluntad popular expresada en las urnas: debe gobernar quien gane los votos del pueblo. La pregunta central, una vez que el gobierno ha quedado formado, podría formularse más bien de la manera siguiente: ''¿que podemos hacer para configurar nuestras instituciones políticas, de modo que los dominadores malos e incapaces - que naturalmente intentamos evitar, pero que no resulta fácil hacerlo - nos ocasionen los menores daños posibles y podamos deshacernos de ellos sin derramar sangre?"18 Esta es la pregunta central de la democracia.
La responsabilidad de los gobernantes constituye, en efecto, una de las preocupaciones centrales de las democracias modernas. No sólo en términos de la capacidad de respuesta de los gobiernos ante las demandas ciudadanas, como hemos visto hasta ahora, sino del buen uso de los recursos legales que los ciudadanos depositan en sus representantes políticos. Es una palabra con doble significado, que lamentablemente no tenemos en el idioma español: responsabilidad como responsiveness, en el sentido de que los gobernantes deben responder ante la sociedad que los eligió y ser consecuentes con sus demandas, necesidades y expectativas; y también como accountability: la obligación de rendir cuentas sobre su actuación en el mando gubernamental. Y en ambos frentes es esencial la participación ciudadana: de un lado, para garantizar las respuestas flexibles que supone la democracia cotidiana, pero del otro para mantener una estrecha vigilancia sobre el uso de la autoridad concedida a los gobernantes.
Un gobierno democrático tiene que ser un gobierno responsable, en el doble sentido del término, Pero no puede llegar a serlo, paradójicamente, silos ciudadanos a su vez no logran establecer y utilizar los cauces de participación indispensables para asegurar esa responsabilidad. Camino de doble vuelta, la representación política y la participación ciudadana suponen también una doble obligación: de los gobiernos hacia la sociedad que les ha otorgado el poder, y de los ciudadanos hacia los valores sobre los que descansa la democracia: hacia los cimientos de su propia convivencia civilizada.