II. Representación política y participación ciudadana
I
Comencemos por aclarar un punto importante: no hay conceptos de la llamada ciencia política que no hayan sufrido cambios con el correr de los tiempos. Lo que hoy conocemos con el nombre dedemocracia se parece muy poco a lo que significaba en épocas anteriores. Y lo mismo ha ocurrido con otras ideas de igual relevancia para el tema que nos ocupa: ciudadanos, elecciones; soberanía, legitimidad, etcétera. Todas las palabras que usamos para explicar nuestra convivencia política han servido para nombrar realidades muy diferentes, según la época en que se hayan empleado. Y no siempre han sido vistas con el mismo entusiasmo. Por el contrario, hubo un tiempo muy largo en que la democracia se consideró como una forma lamentable de gobierno. Con frecuencia se recuerda que Aristóteles, por ejemplo, pensaba que se trataba de una mala desviación del régimen republicano: una desviación demagógica, puesta al lado de la oligarquía y de la tiranía como formas perversas de gobernar las ciudades. Pero se olvida que después de los clásicos griegos - pues en ese punto, con matices, coincidían casi todos -, la opinión general sobre ese concepto no mejoró mucho. "Los decretos del pueblo - escribió Aristóteles - son como los mandatos del tirano", porque pasan siempre por encima de las leyes válidas para todos los ciudadanos. Eso es culpa de los demagogos, agregaba, que resuelven los asuntos públicos con el apoyo de "una multitud que les obedece".3 Pero mucho tiempo después, en 1795, Kant repitió casi exactamente las mismas palabras: "la democracia - escribió - es necesariamente un despotismo", porque las multitudes no están calificadas para gobernar con la razón sino con sus impulsos. Y todavía en el primer tercio de nuestro siglo, Ortega y Gasset se seguía quejando de la "rebelión de las masas" como un mal signo para el futuro.
Durante muchísimo tiempo, contado en miles de años, la palabra clave no fue democracia, sino república. No era que los filósofos prefirieran siempre que el pueblo se mantuviera al margen de los asuntos de la política, sino que veían con temor que las leyes pasaran inadvertidas para una confusa asamblea de multitudes beligerantes. No veían con buenos ojos la participación. No era lo mismo entregar el poder al pueblo, para que éste lo ejerciera a través de deliberaciones multitudinarias controladas por unos cuantos, que convertir al gobierno en una república: en asunto de todos. Había entre ambos conceptos una diferencia de matiz que tampoco debería pasar inadvertida para nosotros: tanto los antiguos como la gran mayoría de los pensadores modernos creían que la participación de los ciudadanos tenía que someterse a ciertas reglas de comportamiento para evitar que las asambleas condujeran al caos. Y es que la palabra democracia significaba para ellos lo que nosotros calificaríamos hoy como asambleísmo. En cambio, lo que ellos entendían como gobierno republicano estaba mucho más cerca de nuestra concepción democrática actual. Mucho más cerca, pero todavía lejos de lo que hoy entendemos al invocar la idea de la democracia.
II
La diferencia fundamental está en los procesos electorales. Entre los antiguos no cabía ni remotamente la idea de que todas las personas fueran iguales ante la ley, y que tuvieran el mismo derecho a participar en la selección de sus gobernantes. No todos gozaban de la condición de ciudadanos. Era necesario haber nacido dentro de un estrato específico de la sociedad, o haber acumulado riquezas individuales, para tener acceso a la verdadera participación ciudadana. Las ciudades griegas más civilizadas practicaban, ciertamente, la democracia directa que algunos políticos contemporáneos proclaman. Pero en esas ciudades no había ninguna dificultad para distinguir entre representación y participación, porque la asamblea abarcaba a todas las personas que gozaban de la condición ciudadana. No eran muchos y, en consecuencia, podían hacerlo. De ahí que tampoco celebraran elecciones para nombrar cargos públicos sino sorteos: todos los ciudadanos eran iguales y no había razón alguna para distinguir a nadie con el voto mayoritario. De modo que en esas ciudades tampoco había conflictos entre mayorías y minorías, pues las decisiones se tomaban por consenso. La representación y la participación aparecían, así, fundidas en una sola asamblea: todos los ciudadanos se representaban a sí mismos y todos estaban obligados a la participación colectiva.
Sin embargo, no sólo el tamaño de aquellas ciudades hacía posible esa forma de democracia directa, sino sobre todo la distinción previa de quienes gozaban de la condición ciudadana. De ahí que, en rigor, las decisiones estuvieran realmente en manos de una minoría selecta. Y de ahí también que la democracia, entendida ahora como la participación efectiva de todos los habitantes de la ciudad - y no sólo de quienes pertenecían al rango de ciudadanos -, resultara para aquellos filósofos una forma perversa de gobernar.
Para que la democracia se haya convertido en un régimen de igualdad y de libertad para todos los seres humanos, sin distinción de clase social, raza o sexo, hubo que recorrer prácticamente toda la historia hasta ya bien entrado el siglo en el que ahora vivimos. Hasta hace muy poco tiempo, el gobierno de una república, aun en el mejor de los casos, estaba reservado para unos cuantos. Y el último obstáculo ideológico hacia la ampliación universal de la democracia como patrimonio común se rompió apenas hace unos años, cuando las mujeres ganaron finalmente el derecho a votar y a ser votadas. Subrayo que era un obstáculo ideológico, porque en la gran mayoría de los países del mundo la democracia sigue siendo todavía una aspiración. Si se mira hacia todos los países del orbe y no sólo hacia el occidente de mayor desarrollo, se observará claramente que esa forma de gobierno sigue siendo privilegio de unas cuantas naciones. Y si bien las ideas democráticas han ganado un considerable terreno, no ha sido fácil pasar al ámbito de los hechos.
III
La idea de que los procesos electorales forman el núcleo básico del régimen democrático, en efecto, atravesó por la formación de partidos políticos y por una larga mudanza de las ideas paralelas de soberanía y legitimidad, que costaron no pocos conflictos a la humanidad. Procesos todos que tuvieron lugar en distintos puntos del orbe durante el siglo pasado y que estuvieron ligados, finalmente, a la evolución del Estado y de las formas de gobierno, como los últimos recipientes de las tensiones y de los acuerdos entre los seres humanos. Es una historia muy larga y compleja como para tratar de contarla en la brevedad de estas líneas. Pero lo que sí interesa subrayar es que la relación actual entre representación política y participación ciudadana es relativamente reciente, y que todavía hay cabos sueltos que tienden a confundir ambos procesos en la solución cotidiana de los conflictos políticos.
El más frecuente y el más riesgoso es la tendencia recurrente a plantear ambos términos como ideas antagónicas. Hubo un tiempo muy largo en que esto no ocurría así: de hecho, la representación política significaba, en todo caso, la forma más acabada de participación de los ciudadanos. Hasta antes de las revoluciones de independencia de los Estados Unidos y de las ideas surgidas de la Revolución francesa, no existía la representación democrática en el sentido que ahora le damos a esa palabra, sino otra de carácter orgánico: se representaban los grupos organizados a través de su oficio, de sus actividades profesionales, frente al poder estatuido. En el largo periodo de la Edad Media, la representación no estaba fundida a la idea de participar en la toma de decisiones comunes - como en las antiguas ciudades griegas -, sino sometida a la voluntad final de los reyes y de los monarcas que poseían la soberanía del Estado. En consecuencia, la representación tampoco estaba asociada a las tareas de gobierno: lo que se representaba, en todo caso, era la voluntad de ciertos grupos estamentales para obtener los favores del príncipe soberano. De modo que la sociedad no formaba parte de las decisiones, sino que acaso intentaba influir en ellas a través de sus muy variados representantes. Para decirlo en términos llanos, la representación estaba confundida con lo que ahora entenderíamos como participación: era una forma de sustituir la presencia de los intereses aislados ante la soberanía del rey, pero nunca de formar parte en las decisiones finales tomadas por el gobierno. ¿Por qué? Porque la soberanía del gobernante no provenía del pueblo, sino de la herencia. No era la voluntad popular la que había llevado a la formación del gobierno sino los ancestros del poderoso y, en última instancia, la voluntad de Dios.
En cambio, "la representación moderna refleja - como nos dice Giovanni Sartori - una transformación histórica fundamental":4 no sólo porque el concepto de soberanía se trasladó de las casas reales hacia la voluntad popular, sino porque los gobernantes y los estamentos dejaron de representarse a sí mismos para comenzar a representar los intereses mucho más amplios de una nación. Y es en este punto donde comienza a plantearse la separación y, al mismo tiempo, la convivencia entre las ideas de representación política y participación ciudadana. Si para las antiguas ciudades griegas participar y representarse eran una y la misma cosa, y para el largo periodo medieval sólo cabía la representación de Dios a través de los reyes y su voluntad personal de escuchar a veces a ciertos representantes del pueblo, para nosotros ya no cabe la idea de la representación más que ligada al gobierno: nuestros representantes son nuestros gobernantes, y sólo pueden ser nuestros gobernantes si efectivamente nos representan. Se trata de la primera idea cabalmente democrática que acuñó la humanidad y hasta la fecha sigue siendo la más importante de todas: arrebatarle el mando político, la soberanía, a un pequeño grupo de gobernantes para trasladarlo al conjunto del pueblo. De ahí la importancia de aquellas revoluciones americana y francesa de finales del siglo XVIII: nunca, antes de ellas, se había gestado un movimiento político de igual trascendencia para darle el poder al pueblo.
IV
Aquella idea no distinguió clases sociales ni diferencias raciales, pero ya habían pasado los tiempos - si es que alguna vez los hubo realmente - en que el pueblo podía presentarse en una asamblea pública a tomar decisiones. La democracia que defendieron los llamados revolucionarios liberales no era una democracia acotada a las fronteras estrechas de una pequeña comunidad, sino otra destinada al gobierno de naciones enteras. De modo que fue preciso crear parlamentos para darle curso a la representación popular e instaurar métodos y procedimientos para elegir a los nuevos representantes. Y con ellos surgieron, naturalmente, nuevas dificultades: algunas se resolvieron paulatinamente durante el siglo anterior y otras, como veremos más adelante, siguen sin tener una respuesta válida para todos.
El primer problema que se afrontó fue la calidad misma de la representación: ¿a quiénes representaban los miembros de los nuevos parlamentos del mundo moderno? ¿A quienes los habían elegido de manera directa - como una reminiscencia de aquellos estamentos que funcionaron durante la Edad Media-, o a toda la nación? Fue un problema complejo que atravesaba por la vieja confusión entre las formas de participación y de representación que venían de atrás. Si los parlamentos habían arrebatado la soberanía a los monarcas, entonces los representantes no podían serlo más que de todo el pueblo pues, de lo contrario, mucha gente se hubiese quedado al margen de las decisiones más importantes. Pero las tradiciones feudales todavía pesaban mucho al comenzar el siglo pasado, de modo que no fue sencillo -y todavía hay quienes siguen discutiendo ese punto - romper la lógica del llamado mandato imperativo. Es decir, deshacer la confusión entre la representación política de todo el pueblo, y la participación específica de determinados grupos de interés ante el gobierno. Me explico: el mandato imperativo supone que los diputados de un parlamento fueron electos por un determinado grupo de ciudadanos y que, en consecuencia, ese diputado solamente es responsable ante ellos: es su representante, y no el representante de toda una nación. Se trata de una lógica impecable, ciertamente, si no fuera porque está detrás aquella idea clave de la democracia que ya comentamos: el gobierno como el representante de todo el pueblo. Atenidos al mandato imperativo, en cambio, esa idea clave se vendría abajo, pues el gobierno y los parlamentos se convertirían en una especie de patrimonio exclusivo de quienes pudieran hacer triunfar a sus diputados. Ya no habría igualdad entre los ciudadanos sino una competencia feroz por la defensa de intereses parciales a través de representantes electos. Y la representación de la soberanía popular se habría convertido en otra forma de participación indirecta. Pero sin rey, ¿quién tomaría las decisiones finales?
De ahí que la mayor parte de los países que paulatinamente fueron adoptando la formación de parlamentos democráticos haya prohibido, expresamente, el uso del mandato imperativo. De acuerdo con esas prohibiciones, los diputados llegan a serlo por la votación parcial de los ciudadanos, sin duda, pero una vez en el parlamento han de representar a toda la nación. Y de ahí también que el acuerdo básico esté en la aceptación de los procedimientos electorales: los ciudadanos pueden participar en la elección de sus representantes políticos, pero al mismo tiempo están llamados a aceptar los resultados de los comicios. De modo que el puente que une a la representación con la participación está construido, en principio, con los votos libremente expresados por el pueblo. No se ha inventado otra forma más eficaz para darle sentido a la idea de la soberanía popular: los votos de los ciudadanos para elegir representantes comunes, es decir, la competencia abierta y libre entre candidatos distintos, obligados a representar al conjunto de los ciudadanos que conviven en una nación. Aceptar el mandato imperativo, o cualquier otra forma de seleccionar a los representantes que no hubiese sido el voto de los ciudadanos, habría destruido la idea misma de la soberanía arrancada a los monarcas de ayer. Los representantes políticos, en una democracia moderna, lo son de todos los ciudadanos por voluntad de todos los ciudadanos. ¿Significa esto que sólo pueden ser representantes populares quienes ganen su puesto por unanimidad de votos? No. Lo que significa es que todos los ciudadanos han aceptado los procedimientos que supone la democracia. Han aceptado que hay opiniones distintas, y que la única forma civilizada de dirimirías es a través de los votos. En otras palabras: como todos tienen derecho a ser representados, pero no todos quieren que los represente la misma persona, deciden entonces ir a elecciones. Pero quien las gana debe saber que no sólo representa a sus electores sino a todos los ciudadanos.
V
Paradójicamente, sin embargo, ese método lógicamente impecable ha sido la fuente de numerosas dificultades para las democracias modernas. Durante el siglo XIX, en efecto, no solamente se consolidó la idea básica de la soberanía popular sino que paulatinamente se fue ensanchando también el concepto de ciudadanía hasta abarcar - ya bien entrado el siglo XX - a todas las personas con derechos plenos que conviven en una nación. Pero también nacieron los partidos políticos: la forma más acabada que ha conocido la humanidad para conducir los múltiples intereses, aspiraciones y expectativas de la sociedad hacia el gobierno, y también para hacer coincidir las distintas formas de representación democrática con las de participación ciudadana.
Los partidos surgieron como una necesidad de organización política en los Estados Unidos, y pronto cobraron carta de identidad en todos los países que habían adoptado formas democráticas de gobierno. Fueron instrumentos idóneos para reunir y encauzar a los múltiples grupos de interés que se dispersaban por las naciones y que complicaban la lógica simple de la democracia, pero al mismo tiempo se fueron convirtiendo en los protagonistas principales de esa forma de gobierno. Hoy es casi imposible concebir a la democracia sin la intermediación de los partidos políticos. Pero su presencia es mucho más un fenómeno propio de nuestro siglo que de un pasado remoto, mientras que su actuación como engranes indispensables de la democracia no siempre ha sido motivo de elogios. Nadie ha imaginado otra herramienta política capaz de sustituirlos con éxito, pero tampoco han pasado inadvertidas sus limitaciones ni las nuevas dificultades que han traído a esa forma ideal de gobierno. Y en particular, en lo que se refiere a los lazos entre representación y participación ciudadana.
Norberto Bobbio, por ejemplo, ha escrito que la verdadera democracia de nuestros días ha dejado de cumplir algunas de las promesas que se formularon en el pasado y ha culpado a los partidos políticos de haberse convertido en una de las causas principales de esa desviación. Pero antes que él, otros intelectuales ya habían advertido sobre la tendencia de los partidos a convertirse en instrumentos de grupo más que en portadores de una amplia participación ciudadana. Y ahora mismo, uno de los problemas teóricos y prácticos de mayor relevancia en las democracias occidentales consiste en evitar que las grandes organizaciones partidistas se desprendan de la vida cotidiana de los ciudadanos. Al final del siglo XX, han vuelto incluso los debates sobre los mandatos imperativos que, como vimos, acompañaron el surgimiento de los primeros atisbos de democracia. Y han nacido también dudas nuevas sobre el verdadero papel de los partidos políticos como conductores eficaces de las múltiples formas de participación ciudadana que se han gestado en los últimos años. De ahí, en fin, que no pocos autores hayan acabado por contraponer los términos de representación y de participación como dos vías antagónicas en la construcción de la democracia. ¿Pero realmente lo son?
La crítica más importante que se ha formulado a los partidos políticos es su tendencia a la exclusión: los partidos políticos, se dice, son finalmente organizaciones diseñadas con el propósito explícito de obtener el poder. Y para cumplir ese propósito, en consecuencia, esas organizaciones están dispuestas a sacrificar los ideales más caros de la participación democrática. La importancia que los partidos le otorgan a sus propios intereses, a su propio deseo de conservar el mando político por encima de los intereses más amplios de los ciudadanos constituye, de hecho, el argumento más fuerte que se ha empleado por los críticos del llamado régimen de partidos. De él se desprenden otros: la supremacía de los líderes partidistas sobre la organización misma que representan; la consolidación "institucional" de ciertas prácticas y decisiones excluyentes sobre la voluntad soberana, mucho más abstracta, de la nación; los privilegios que los miembros de los partidos se conceden a sí mismos, y que le conceden también a ciertos grupos aliados a ellos, como la burocracia gubernamental, las grandes empresas que suelen financiarlos o las grandes organizaciones sindicales que les ofrecen votos; o la falta de transparencia en el ejercicio de sus poderes y del dinero que se les otorga para cumplir su labor.5
Todas esas críticas parten del mismo principio: la distancia que tiende a separar a los líderes de los partidos políticos del resto de los ciudadanos. Y todas aluden, a su vez, al problema del mandato imperativo que ya conocemos.
Pero más allá del interés natural que esas críticas podrían despertarnos, lo que importa destacar en estas notas es que todas ellas parten de una sobrevaloración del papel desempeñado por los partidos políticos en las sociedades modernas. Ciertamente, el primer puente que une a la representación política con la participación de los ciudadanos en los asuntos comunes es el voto. Sin elecciones, simplemente no habría democracia. Podría haber representación - como también vimos-, pero esa representación no respondería a la voluntad libre e igual de los ciudadanos. No sería una representación soberana, en el sentido moderno que esta palabra ha adoptado. Y ciertamente, también, en las democracias modernas los ciudadanos suelen votar por los candidatos que les proponen los partidos políticos. Son ellos los que cumplen el papel de intermediarios entre la voluntad de los electores y la formación del gobierno. Pero la democracia no se agota en las elecciones: continúa después a través de otras formas concretas de participación ciudadana, que sólo atañen tangencialmente a los partidos políticos. Después de las elecciones, los partidos han de convertirse en gobierno: en asunto de todos y, en consecuencia, han de someterse a los otros controles ciudadanos que también exige la democracia. No digo que aquellas críticas sobre los partidos sean falsas. Todas ellas cuentan con abundantes ejemplos en cualquiera de las democracias modernas. Pero ninguna de ellas ha aportado razones suficientes para prescindir de ellos, ni mucho menos para cancelar la existencia misma de la democracia. Por fortuna, frente a esa doble tendencia partidista a la exclusión y al mandato imperativo, la misma democracia ha producido anticuerpos: otros medios para impedir que esas tendencias destruyan la convivencia civilizada.
VI
Para saber que un régimen es democrático, pues, hace falta encontrar en él algo más que elecciones libres y partidos políticos. Por supuesto, es indispensable la más nítida representación política de la voluntad popular -y para obtenerla, hasta ahora, no hay más camino que el de los votos y el de los partidos organizados-, pero al mismo tiempo es preciso que en ese régimen haya otras formas de controlar el ejercicio del poder concedido a los gobernantes. No sólo las que establecen las mismas instituciones generadas por la democracia, con la división de poderes a la cabeza, sino también formas específicas de participación ciudadana. Si la representación y la participación se separaron como consecuencia del desarrollo político de la humanidad, las sociedades de nuestros días las han vuelto a reunir a través del ejercicio cotidiano de las prácticas democráticas. El voto es el primer puente, pero detrás de él siguen las libertades políticas que también acuñó el siglo pasado y que se han profundizado con el paso del tiempo. De modo que, en suma, la democracia no se agota en los procesos electorales, ni los partidos políticos poseen el monopolio de la actividad democrática.
Ya desde principios de los años setenta, Robert Dahl había sugerido un pequeño listado para constatar que las democracias modernas son mucho más que una contienda entre partidos políticos en la búsqueda del voto. Entre ocho puntos distintos, sólo dos de ellos aludían a esa condición necesaria, pero insuficiente. Los otros seis se referían a la libertad de asociación de los ciudadanos para participar en los asuntos que fueran de su interés; a la más plena libertad de expresión; a la selección de los servidores públicos, con criterios de responsabilidad de sus actos ante la sociedad; a la diversidad de fuentes públicas de información; y a las garantías institucionales para asegurar que las políticas del gobierno dependan de los votos y de las demás formas ciudadanas de expresar las preferencias.6 Para Dahl, como para muchos otros, en efecto la representación inicial ha de convertirse después en una gran variedad de formas de participación, tanto como la participación electoral ha de llevar a la representación ciudadana en los órganos de gobierno. Dos términos que en las democracias modernas han dejado de significar lo mismo, pero que se necesitan recíprocamente: participación que se vuelve representación gracias al voto, y representación que se sujeta a la voluntad popular gracias a la participación cotidiana de los ciudadanos.
I
Comencemos por aclarar un punto importante: no hay conceptos de la llamada ciencia política que no hayan sufrido cambios con el correr de los tiempos. Lo que hoy conocemos con el nombre dedemocracia se parece muy poco a lo que significaba en épocas anteriores. Y lo mismo ha ocurrido con otras ideas de igual relevancia para el tema que nos ocupa: ciudadanos, elecciones; soberanía, legitimidad, etcétera. Todas las palabras que usamos para explicar nuestra convivencia política han servido para nombrar realidades muy diferentes, según la época en que se hayan empleado. Y no siempre han sido vistas con el mismo entusiasmo. Por el contrario, hubo un tiempo muy largo en que la democracia se consideró como una forma lamentable de gobierno. Con frecuencia se recuerda que Aristóteles, por ejemplo, pensaba que se trataba de una mala desviación del régimen republicano: una desviación demagógica, puesta al lado de la oligarquía y de la tiranía como formas perversas de gobernar las ciudades. Pero se olvida que después de los clásicos griegos - pues en ese punto, con matices, coincidían casi todos -, la opinión general sobre ese concepto no mejoró mucho. "Los decretos del pueblo - escribió Aristóteles - son como los mandatos del tirano", porque pasan siempre por encima de las leyes válidas para todos los ciudadanos. Eso es culpa de los demagogos, agregaba, que resuelven los asuntos públicos con el apoyo de "una multitud que les obedece".3 Pero mucho tiempo después, en 1795, Kant repitió casi exactamente las mismas palabras: "la democracia - escribió - es necesariamente un despotismo", porque las multitudes no están calificadas para gobernar con la razón sino con sus impulsos. Y todavía en el primer tercio de nuestro siglo, Ortega y Gasset se seguía quejando de la "rebelión de las masas" como un mal signo para el futuro.
Durante muchísimo tiempo, contado en miles de años, la palabra clave no fue democracia, sino república. No era que los filósofos prefirieran siempre que el pueblo se mantuviera al margen de los asuntos de la política, sino que veían con temor que las leyes pasaran inadvertidas para una confusa asamblea de multitudes beligerantes. No veían con buenos ojos la participación. No era lo mismo entregar el poder al pueblo, para que éste lo ejerciera a través de deliberaciones multitudinarias controladas por unos cuantos, que convertir al gobierno en una república: en asunto de todos. Había entre ambos conceptos una diferencia de matiz que tampoco debería pasar inadvertida para nosotros: tanto los antiguos como la gran mayoría de los pensadores modernos creían que la participación de los ciudadanos tenía que someterse a ciertas reglas de comportamiento para evitar que las asambleas condujeran al caos. Y es que la palabra democracia significaba para ellos lo que nosotros calificaríamos hoy como asambleísmo. En cambio, lo que ellos entendían como gobierno republicano estaba mucho más cerca de nuestra concepción democrática actual. Mucho más cerca, pero todavía lejos de lo que hoy entendemos al invocar la idea de la democracia.
II
La diferencia fundamental está en los procesos electorales. Entre los antiguos no cabía ni remotamente la idea de que todas las personas fueran iguales ante la ley, y que tuvieran el mismo derecho a participar en la selección de sus gobernantes. No todos gozaban de la condición de ciudadanos. Era necesario haber nacido dentro de un estrato específico de la sociedad, o haber acumulado riquezas individuales, para tener acceso a la verdadera participación ciudadana. Las ciudades griegas más civilizadas practicaban, ciertamente, la democracia directa que algunos políticos contemporáneos proclaman. Pero en esas ciudades no había ninguna dificultad para distinguir entre representación y participación, porque la asamblea abarcaba a todas las personas que gozaban de la condición ciudadana. No eran muchos y, en consecuencia, podían hacerlo. De ahí que tampoco celebraran elecciones para nombrar cargos públicos sino sorteos: todos los ciudadanos eran iguales y no había razón alguna para distinguir a nadie con el voto mayoritario. De modo que en esas ciudades tampoco había conflictos entre mayorías y minorías, pues las decisiones se tomaban por consenso. La representación y la participación aparecían, así, fundidas en una sola asamblea: todos los ciudadanos se representaban a sí mismos y todos estaban obligados a la participación colectiva.
Sin embargo, no sólo el tamaño de aquellas ciudades hacía posible esa forma de democracia directa, sino sobre todo la distinción previa de quienes gozaban de la condición ciudadana. De ahí que, en rigor, las decisiones estuvieran realmente en manos de una minoría selecta. Y de ahí también que la democracia, entendida ahora como la participación efectiva de todos los habitantes de la ciudad - y no sólo de quienes pertenecían al rango de ciudadanos -, resultara para aquellos filósofos una forma perversa de gobernar.
Para que la democracia se haya convertido en un régimen de igualdad y de libertad para todos los seres humanos, sin distinción de clase social, raza o sexo, hubo que recorrer prácticamente toda la historia hasta ya bien entrado el siglo en el que ahora vivimos. Hasta hace muy poco tiempo, el gobierno de una república, aun en el mejor de los casos, estaba reservado para unos cuantos. Y el último obstáculo ideológico hacia la ampliación universal de la democracia como patrimonio común se rompió apenas hace unos años, cuando las mujeres ganaron finalmente el derecho a votar y a ser votadas. Subrayo que era un obstáculo ideológico, porque en la gran mayoría de los países del mundo la democracia sigue siendo todavía una aspiración. Si se mira hacia todos los países del orbe y no sólo hacia el occidente de mayor desarrollo, se observará claramente que esa forma de gobierno sigue siendo privilegio de unas cuantas naciones. Y si bien las ideas democráticas han ganado un considerable terreno, no ha sido fácil pasar al ámbito de los hechos.
III
La idea de que los procesos electorales forman el núcleo básico del régimen democrático, en efecto, atravesó por la formación de partidos políticos y por una larga mudanza de las ideas paralelas de soberanía y legitimidad, que costaron no pocos conflictos a la humanidad. Procesos todos que tuvieron lugar en distintos puntos del orbe durante el siglo pasado y que estuvieron ligados, finalmente, a la evolución del Estado y de las formas de gobierno, como los últimos recipientes de las tensiones y de los acuerdos entre los seres humanos. Es una historia muy larga y compleja como para tratar de contarla en la brevedad de estas líneas. Pero lo que sí interesa subrayar es que la relación actual entre representación política y participación ciudadana es relativamente reciente, y que todavía hay cabos sueltos que tienden a confundir ambos procesos en la solución cotidiana de los conflictos políticos.
El más frecuente y el más riesgoso es la tendencia recurrente a plantear ambos términos como ideas antagónicas. Hubo un tiempo muy largo en que esto no ocurría así: de hecho, la representación política significaba, en todo caso, la forma más acabada de participación de los ciudadanos. Hasta antes de las revoluciones de independencia de los Estados Unidos y de las ideas surgidas de la Revolución francesa, no existía la representación democrática en el sentido que ahora le damos a esa palabra, sino otra de carácter orgánico: se representaban los grupos organizados a través de su oficio, de sus actividades profesionales, frente al poder estatuido. En el largo periodo de la Edad Media, la representación no estaba fundida a la idea de participar en la toma de decisiones comunes - como en las antiguas ciudades griegas -, sino sometida a la voluntad final de los reyes y de los monarcas que poseían la soberanía del Estado. En consecuencia, la representación tampoco estaba asociada a las tareas de gobierno: lo que se representaba, en todo caso, era la voluntad de ciertos grupos estamentales para obtener los favores del príncipe soberano. De modo que la sociedad no formaba parte de las decisiones, sino que acaso intentaba influir en ellas a través de sus muy variados representantes. Para decirlo en términos llanos, la representación estaba confundida con lo que ahora entenderíamos como participación: era una forma de sustituir la presencia de los intereses aislados ante la soberanía del rey, pero nunca de formar parte en las decisiones finales tomadas por el gobierno. ¿Por qué? Porque la soberanía del gobernante no provenía del pueblo, sino de la herencia. No era la voluntad popular la que había llevado a la formación del gobierno sino los ancestros del poderoso y, en última instancia, la voluntad de Dios.
En cambio, "la representación moderna refleja - como nos dice Giovanni Sartori - una transformación histórica fundamental":4 no sólo porque el concepto de soberanía se trasladó de las casas reales hacia la voluntad popular, sino porque los gobernantes y los estamentos dejaron de representarse a sí mismos para comenzar a representar los intereses mucho más amplios de una nación. Y es en este punto donde comienza a plantearse la separación y, al mismo tiempo, la convivencia entre las ideas de representación política y participación ciudadana. Si para las antiguas ciudades griegas participar y representarse eran una y la misma cosa, y para el largo periodo medieval sólo cabía la representación de Dios a través de los reyes y su voluntad personal de escuchar a veces a ciertos representantes del pueblo, para nosotros ya no cabe la idea de la representación más que ligada al gobierno: nuestros representantes son nuestros gobernantes, y sólo pueden ser nuestros gobernantes si efectivamente nos representan. Se trata de la primera idea cabalmente democrática que acuñó la humanidad y hasta la fecha sigue siendo la más importante de todas: arrebatarle el mando político, la soberanía, a un pequeño grupo de gobernantes para trasladarlo al conjunto del pueblo. De ahí la importancia de aquellas revoluciones americana y francesa de finales del siglo XVIII: nunca, antes de ellas, se había gestado un movimiento político de igual trascendencia para darle el poder al pueblo.
IV
Aquella idea no distinguió clases sociales ni diferencias raciales, pero ya habían pasado los tiempos - si es que alguna vez los hubo realmente - en que el pueblo podía presentarse en una asamblea pública a tomar decisiones. La democracia que defendieron los llamados revolucionarios liberales no era una democracia acotada a las fronteras estrechas de una pequeña comunidad, sino otra destinada al gobierno de naciones enteras. De modo que fue preciso crear parlamentos para darle curso a la representación popular e instaurar métodos y procedimientos para elegir a los nuevos representantes. Y con ellos surgieron, naturalmente, nuevas dificultades: algunas se resolvieron paulatinamente durante el siglo anterior y otras, como veremos más adelante, siguen sin tener una respuesta válida para todos.
El primer problema que se afrontó fue la calidad misma de la representación: ¿a quiénes representaban los miembros de los nuevos parlamentos del mundo moderno? ¿A quienes los habían elegido de manera directa - como una reminiscencia de aquellos estamentos que funcionaron durante la Edad Media-, o a toda la nación? Fue un problema complejo que atravesaba por la vieja confusión entre las formas de participación y de representación que venían de atrás. Si los parlamentos habían arrebatado la soberanía a los monarcas, entonces los representantes no podían serlo más que de todo el pueblo pues, de lo contrario, mucha gente se hubiese quedado al margen de las decisiones más importantes. Pero las tradiciones feudales todavía pesaban mucho al comenzar el siglo pasado, de modo que no fue sencillo -y todavía hay quienes siguen discutiendo ese punto - romper la lógica del llamado mandato imperativo. Es decir, deshacer la confusión entre la representación política de todo el pueblo, y la participación específica de determinados grupos de interés ante el gobierno. Me explico: el mandato imperativo supone que los diputados de un parlamento fueron electos por un determinado grupo de ciudadanos y que, en consecuencia, ese diputado solamente es responsable ante ellos: es su representante, y no el representante de toda una nación. Se trata de una lógica impecable, ciertamente, si no fuera porque está detrás aquella idea clave de la democracia que ya comentamos: el gobierno como el representante de todo el pueblo. Atenidos al mandato imperativo, en cambio, esa idea clave se vendría abajo, pues el gobierno y los parlamentos se convertirían en una especie de patrimonio exclusivo de quienes pudieran hacer triunfar a sus diputados. Ya no habría igualdad entre los ciudadanos sino una competencia feroz por la defensa de intereses parciales a través de representantes electos. Y la representación de la soberanía popular se habría convertido en otra forma de participación indirecta. Pero sin rey, ¿quién tomaría las decisiones finales?
De ahí que la mayor parte de los países que paulatinamente fueron adoptando la formación de parlamentos democráticos haya prohibido, expresamente, el uso del mandato imperativo. De acuerdo con esas prohibiciones, los diputados llegan a serlo por la votación parcial de los ciudadanos, sin duda, pero una vez en el parlamento han de representar a toda la nación. Y de ahí también que el acuerdo básico esté en la aceptación de los procedimientos electorales: los ciudadanos pueden participar en la elección de sus representantes políticos, pero al mismo tiempo están llamados a aceptar los resultados de los comicios. De modo que el puente que une a la representación con la participación está construido, en principio, con los votos libremente expresados por el pueblo. No se ha inventado otra forma más eficaz para darle sentido a la idea de la soberanía popular: los votos de los ciudadanos para elegir representantes comunes, es decir, la competencia abierta y libre entre candidatos distintos, obligados a representar al conjunto de los ciudadanos que conviven en una nación. Aceptar el mandato imperativo, o cualquier otra forma de seleccionar a los representantes que no hubiese sido el voto de los ciudadanos, habría destruido la idea misma de la soberanía arrancada a los monarcas de ayer. Los representantes políticos, en una democracia moderna, lo son de todos los ciudadanos por voluntad de todos los ciudadanos. ¿Significa esto que sólo pueden ser representantes populares quienes ganen su puesto por unanimidad de votos? No. Lo que significa es que todos los ciudadanos han aceptado los procedimientos que supone la democracia. Han aceptado que hay opiniones distintas, y que la única forma civilizada de dirimirías es a través de los votos. En otras palabras: como todos tienen derecho a ser representados, pero no todos quieren que los represente la misma persona, deciden entonces ir a elecciones. Pero quien las gana debe saber que no sólo representa a sus electores sino a todos los ciudadanos.
V
Paradójicamente, sin embargo, ese método lógicamente impecable ha sido la fuente de numerosas dificultades para las democracias modernas. Durante el siglo XIX, en efecto, no solamente se consolidó la idea básica de la soberanía popular sino que paulatinamente se fue ensanchando también el concepto de ciudadanía hasta abarcar - ya bien entrado el siglo XX - a todas las personas con derechos plenos que conviven en una nación. Pero también nacieron los partidos políticos: la forma más acabada que ha conocido la humanidad para conducir los múltiples intereses, aspiraciones y expectativas de la sociedad hacia el gobierno, y también para hacer coincidir las distintas formas de representación democrática con las de participación ciudadana.
Los partidos surgieron como una necesidad de organización política en los Estados Unidos, y pronto cobraron carta de identidad en todos los países que habían adoptado formas democráticas de gobierno. Fueron instrumentos idóneos para reunir y encauzar a los múltiples grupos de interés que se dispersaban por las naciones y que complicaban la lógica simple de la democracia, pero al mismo tiempo se fueron convirtiendo en los protagonistas principales de esa forma de gobierno. Hoy es casi imposible concebir a la democracia sin la intermediación de los partidos políticos. Pero su presencia es mucho más un fenómeno propio de nuestro siglo que de un pasado remoto, mientras que su actuación como engranes indispensables de la democracia no siempre ha sido motivo de elogios. Nadie ha imaginado otra herramienta política capaz de sustituirlos con éxito, pero tampoco han pasado inadvertidas sus limitaciones ni las nuevas dificultades que han traído a esa forma ideal de gobierno. Y en particular, en lo que se refiere a los lazos entre representación y participación ciudadana.
Norberto Bobbio, por ejemplo, ha escrito que la verdadera democracia de nuestros días ha dejado de cumplir algunas de las promesas que se formularon en el pasado y ha culpado a los partidos políticos de haberse convertido en una de las causas principales de esa desviación. Pero antes que él, otros intelectuales ya habían advertido sobre la tendencia de los partidos a convertirse en instrumentos de grupo más que en portadores de una amplia participación ciudadana. Y ahora mismo, uno de los problemas teóricos y prácticos de mayor relevancia en las democracias occidentales consiste en evitar que las grandes organizaciones partidistas se desprendan de la vida cotidiana de los ciudadanos. Al final del siglo XX, han vuelto incluso los debates sobre los mandatos imperativos que, como vimos, acompañaron el surgimiento de los primeros atisbos de democracia. Y han nacido también dudas nuevas sobre el verdadero papel de los partidos políticos como conductores eficaces de las múltiples formas de participación ciudadana que se han gestado en los últimos años. De ahí, en fin, que no pocos autores hayan acabado por contraponer los términos de representación y de participación como dos vías antagónicas en la construcción de la democracia. ¿Pero realmente lo son?
La crítica más importante que se ha formulado a los partidos políticos es su tendencia a la exclusión: los partidos políticos, se dice, son finalmente organizaciones diseñadas con el propósito explícito de obtener el poder. Y para cumplir ese propósito, en consecuencia, esas organizaciones están dispuestas a sacrificar los ideales más caros de la participación democrática. La importancia que los partidos le otorgan a sus propios intereses, a su propio deseo de conservar el mando político por encima de los intereses más amplios de los ciudadanos constituye, de hecho, el argumento más fuerte que se ha empleado por los críticos del llamado régimen de partidos. De él se desprenden otros: la supremacía de los líderes partidistas sobre la organización misma que representan; la consolidación "institucional" de ciertas prácticas y decisiones excluyentes sobre la voluntad soberana, mucho más abstracta, de la nación; los privilegios que los miembros de los partidos se conceden a sí mismos, y que le conceden también a ciertos grupos aliados a ellos, como la burocracia gubernamental, las grandes empresas que suelen financiarlos o las grandes organizaciones sindicales que les ofrecen votos; o la falta de transparencia en el ejercicio de sus poderes y del dinero que se les otorga para cumplir su labor.5
Todas esas críticas parten del mismo principio: la distancia que tiende a separar a los líderes de los partidos políticos del resto de los ciudadanos. Y todas aluden, a su vez, al problema del mandato imperativo que ya conocemos.
Pero más allá del interés natural que esas críticas podrían despertarnos, lo que importa destacar en estas notas es que todas ellas parten de una sobrevaloración del papel desempeñado por los partidos políticos en las sociedades modernas. Ciertamente, el primer puente que une a la representación política con la participación de los ciudadanos en los asuntos comunes es el voto. Sin elecciones, simplemente no habría democracia. Podría haber representación - como también vimos-, pero esa representación no respondería a la voluntad libre e igual de los ciudadanos. No sería una representación soberana, en el sentido moderno que esta palabra ha adoptado. Y ciertamente, también, en las democracias modernas los ciudadanos suelen votar por los candidatos que les proponen los partidos políticos. Son ellos los que cumplen el papel de intermediarios entre la voluntad de los electores y la formación del gobierno. Pero la democracia no se agota en las elecciones: continúa después a través de otras formas concretas de participación ciudadana, que sólo atañen tangencialmente a los partidos políticos. Después de las elecciones, los partidos han de convertirse en gobierno: en asunto de todos y, en consecuencia, han de someterse a los otros controles ciudadanos que también exige la democracia. No digo que aquellas críticas sobre los partidos sean falsas. Todas ellas cuentan con abundantes ejemplos en cualquiera de las democracias modernas. Pero ninguna de ellas ha aportado razones suficientes para prescindir de ellos, ni mucho menos para cancelar la existencia misma de la democracia. Por fortuna, frente a esa doble tendencia partidista a la exclusión y al mandato imperativo, la misma democracia ha producido anticuerpos: otros medios para impedir que esas tendencias destruyan la convivencia civilizada.
VI
Para saber que un régimen es democrático, pues, hace falta encontrar en él algo más que elecciones libres y partidos políticos. Por supuesto, es indispensable la más nítida representación política de la voluntad popular -y para obtenerla, hasta ahora, no hay más camino que el de los votos y el de los partidos organizados-, pero al mismo tiempo es preciso que en ese régimen haya otras formas de controlar el ejercicio del poder concedido a los gobernantes. No sólo las que establecen las mismas instituciones generadas por la democracia, con la división de poderes a la cabeza, sino también formas específicas de participación ciudadana. Si la representación y la participación se separaron como consecuencia del desarrollo político de la humanidad, las sociedades de nuestros días las han vuelto a reunir a través del ejercicio cotidiano de las prácticas democráticas. El voto es el primer puente, pero detrás de él siguen las libertades políticas que también acuñó el siglo pasado y que se han profundizado con el paso del tiempo. De modo que, en suma, la democracia no se agota en los procesos electorales, ni los partidos políticos poseen el monopolio de la actividad democrática.
Ya desde principios de los años setenta, Robert Dahl había sugerido un pequeño listado para constatar que las democracias modernas son mucho más que una contienda entre partidos políticos en la búsqueda del voto. Entre ocho puntos distintos, sólo dos de ellos aludían a esa condición necesaria, pero insuficiente. Los otros seis se referían a la libertad de asociación de los ciudadanos para participar en los asuntos que fueran de su interés; a la más plena libertad de expresión; a la selección de los servidores públicos, con criterios de responsabilidad de sus actos ante la sociedad; a la diversidad de fuentes públicas de información; y a las garantías institucionales para asegurar que las políticas del gobierno dependan de los votos y de las demás formas ciudadanas de expresar las preferencias.6 Para Dahl, como para muchos otros, en efecto la representación inicial ha de convertirse después en una gran variedad de formas de participación, tanto como la participación electoral ha de llevar a la representación ciudadana en los órganos de gobierno. Dos términos que en las democracias modernas han dejado de significar lo mismo, pero que se necesitan recíprocamente: participación que se vuelve representación gracias al voto, y representación que se sujeta a la voluntad popular gracias a la participación cotidiana de los ciudadanos.